La mañana en la mansión Miller comenzó con un silencio engañoso. Desde las habitaciones infantiles, poco a poco fueron escuchándose risas, pasos apresurados y el tintinear de juguetes. Christopher ya estaba de pie, camisa perfectamente abotonada, el cabello impecable y esa seriedad que siempre lo acompañaba. Frente a él, sin embargo, tenía a tres pequeños que parecían decididos a poner a prueba su paciencia.
—Nathan, quieto, por favor. —Le acomodó la camisa blanca del uniforme mientras el niño se escurría como pez entre sus manos.
Emma se había sentado en la cama con la falda doblada en el regazo, pero se dedicaba a hacerle muecas a su hermana Mía, que reía sin parar. Christopher giró apenas la cabeza, frunciendo el ceño.
—Emma, cariño, deja de reírte, necesito que te pongas los zapatos.
—Es que Mía saca la lengua —dijo ella, señalando con un dedo acusador, mientras Mía respondía sacándola aún más y riéndose con descaro.
Christopher cerró los ojos un segundo, apretó la mandíbula y ret