Alisson sintió un frío intenso que le recorrió la espina dorsal. Sus manos comenzaron a temblar y su corazón latir con fuerza. Christopher Langley estaba ahí, en su casa, al alcance de sus hijos.
—¡Alisson! ¡Alisson! —llamó él desesperado.
Con pasos titubeantes, Alisson caminó hacia la sala de estar, y ahí estaba él, con una camisa de tres cuartos negra y un pantalón de vestir. Las ojeras bajo sus ojos grises eran muy notorias, al igual que su semblante demacrado.
—¿Qué haces aquí? ¡Lárgate de mi casa, Chris! —exclamó ella de repente, intentando parecer inquebrantable, aunque por dentro se estaba desmoronando.
Christopher la miró a los ojos. Esos ojos azules que siempre había amado, esos ojos llenos de paz y serenidad, parecían en ese momento expectantes. Langley sentía un dolor en el pecho, un frío recorrer su cuerpo y un nudo muy grueso en la garganta.
—Ali, yo… —intentó hablar, pero su voz se quebró en pequeños fragmentos.
Dio un paso al frente con lentitud, con dolor. Alisson