Miedos
El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando Elizabeth regresó a la habitación. Acababa de dejar atrás a su padre, Austin, y aún sentía el corazón acelerado por la preocupación. ¿Cómo se ponía a hacer cosas? ¡Era un anciano! ¿Y si le daba un infarto? ¿O le pegaban una enfermedad? ¡Era un desconsiderado! Para ella, Austin no estaba en edad de andar con esas cosas del demonio. Entró con cuidado y cerró la puerta con suavidad, no quería despertar a Michael.

Él dormía de lado, con el torso descubierto bajo la sábana, la respiración lenta y profunda. Elizabeth lo observó un instante, con ternura y con una punzada de culpa. Siempre había sido así: Michael, un refugio silencioso, el único capaz de hacerla sentir segura, incluso cuando su mundo se tambaleaba.

Con un suspiro, se acercó al espejo del vestidor. Comenzó a quitarse la ropa. Primero la blusa, luego los pantalones. El reflejo la recibió con crudeza. Sus senos grandes, marcados por cicatrices, quedaron expuestos al quitarse el
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