La puerta de entrada se abrió de golpe.
—¡CHRISTOPHER! —gritó Ryan, tambaleándose con una botella medio vacía de whisky en una mano y los ojos vidriosos.
Desde el piso de arriba, una luz se encendió. Pasaron apenas tres segundos antes de que se asomara una figura despeinada en pijama, con ojos asesinos.
—¿¡Ryan!? ¿¡Qué carajos haces en mi casa a las tres de la madrugada!? —Masculló Christopher con los dientes apretados.
—¡Necesito beber contigo! —soltó Ryan, tropezando con la alfombra del recibidor—. ¡Ahora!
Christopher descendió las escaleras de dos en dos, descalzo y con el ceño fruncido por la molestia.
—¿Estás borracho?
—¿Esa es una pregunta retórica o me estás evaluando para la policía? —dijo con sarcasmo.
—¡Estás borracho y loco! —masculló Christopher, pasándose la mano por la cara estresado—. ¿Cómo entraste?
—Tengo tu llave de emergencia, la escondes en la maceta desde que éramos adolescentes. Qué mal escondida, por cierto.
Christopher negó con la cabeza, pero una muec