Adelaide ha sido despreciada por su padre desde el mismo día que nació y destinada a ser cuidada y criada por una sirvienta, alejada de las comodidades de su familia. Cuando su hermana Nadia huye con su amante a solo dos días de su boda con el multimillonario Egil Arrabal, su padre la obliga a cumplir con el compromiso asumido quince años atrás con ese despiadado y arrogante CEO del que ha oído hablar desde que tiene uso de razón. Condenada a ser la esposa sustituta del hijo mayor de los Arrabal, Adelaide camina hacia un futuro incierto donde la muerte, la traición y la venganza pondrán a prueba su temple. ¿Podrá salir ilesa de las garras de este hombre? ¿Qué cosas debe hacer para pagar la huida de su hermana y así evitar la debacle de su apellido?
Leer másEl aire pesado y nauseabundo hace que a Adelaide se le dificulte respirar. Permanece inmóvil contra la pared, sosteniendo con fuerza el ruedo de su vestido, incapaz de dar un paso para ningún lado. La poca luz que entra por la abertura deja entrever lo sombrío del sitio, oscuro, sucio y mohoso, acrecentando su temor de que alguna alimaña se precipite contra ella de un momento a otro.
M*****a su suerte ¿Por qué le suceden todas estas cosas?
Sus ojos están hinchados de tanto llorar. Este lugar es muy húmedo y hace mucho frío. Solo ruega que Egil le absuelva, que la escuche y ordene que la saquen de aquí antes de que la noche caiga, aunque luego la mantenga encerrada de nuevo en su habitación. Incluso eso será mejor que este lugar tan horripilante.
Escucha los murmullos de unos hombres que custodian la puerta y una leve esperanza nace en ella. Ya perdió la cuenta de las horas que lleva en este lugar y desde ese momento el silencio fue su única compañía, hasta ahora.
—Señores, por favor, necesito hablar con mi esposo Egil —Empieza a golpear la puerta con ambas manos para llamar la atención de quienes se encuentren del otro lado—. ¿Pueden hacerle llegar mi pedido? Por favor. Es urgente.
Ambos guardias empiezan a reír y a burlarse imitando su voz y sus mismas palabras. Los nervios y la tristeza de la joven aumentan.
—Por favor —vuelve a decir con un sollozo ahogado—, necesito contarle lo que sucedió realmente.
Ya nadie contesta del otro lado.
El silencio vuelve a ser protagonista del lúgubre lugar, cuando los pasos de aquellos hombres se alejan. Adelaide comienza a llorar como nunca antes había llorado en su vida. Ni siquiera su padre, quien siempre la odió desde el momento de su nacimiento, la había tratado de ese modo anteriormente. Este sitio es inhumano, incluso respirar podría ser mortal.
—El que llore de esa forma no cambiará su situación —Una voz profunda y varonil la sobresalta. Adelaide se seca las lágrimas rápidamente como si el dueño de esa voz pudiera verla desde las sombras, aunque está segura que se encuentra en la habitación adjunta—. Lo único que consigue con su arrebato es que me duela la cabeza, Valencia, ¿o debería decir Arrabal?
—¿Quién es usted? —La joven pregunta entre sollozos—. ¿Cómo sabe mi apellido?
—Imposible no saberlo si lo acaba de gritar a los cuatro vientos —La risa baja de aquel hombre aumenta la amargura de Adelaide.
¿Quién se cree ese tipo para burlarse de ese modo de su dolor?
—No debería meterse en lo que no le importa, señor. Ni siquiera me conoce.
—Pues déjeme informarle que sí me importa. No estaré soportando su llanto todos estos días.
—No estaré aquí por tanto tiempo si eso es lo que le preocupa —Afirma, segura de sí misma, mientras se sorbe la nariz—. Solo estoy esperando que mi esposo venga por mí. Estoy aquí de manera injusta.
La carcajada repentina de aquel hombre anónimo, la sobresalta.
—Es una joven sobradamente ingenua. Ciertamente, no conoce a Egil. Si está aquí es por algo y créeme que no saldrá hasta haberlo pagado con creces. Es mejor que busque un lugar para acomodarse, la noche será muy larga y fría.
—No quiero estar aquí —Ella da un pequeño paso tratando de reconocer su espacio.
—Yo tampoco, pero aun así lo estoy —Sus palabras solo provocan desazón y desesperanza en la mente de Adelaide—. Ya se acostumbrará cuando empiece a perder la noción de los días.
¿Ya se acostumbrará? ¿Qué quiso decir con eso?
Adelaide empieza a sentirse molesta por la actitud tan negativa de aquel hombre. Debería estar ayudándola a buscar una solución en vez de intentar hundirla en la desesperación.
La joven empieza a dar pasos, lentos y toscos, por el piso sucio. La celda no es más que un espacio de dos por dos, las paredes mohosas, al igual que el techo, por donde se filtran gotas de la humedad del ambiente. Lo único que conecta a esta tumba con el exterior es una diminuta ventana por donde no cabe ni una manzana, y la puerta. No hay asientos ni cama, solo basura y mucho moho.
—Le aconsejo que racione su energía. Más adelante le hará mucha falta, como se imaginará, aquí no tendrá los servicios a lo que está acostumbrada en la mansión.
—¡Hable claro, señor! —Grita la pelirroja, molesta—. No me está ayudando en nada y solo consigue atormentarme. Todo lo que dice es muy molesto y solo son reflejos de sus limitaciones, no de las mías. Yo no hice nada, soy inocente, no tengo por qué estar aquí. Contrario a usted que muy seguramente es un delincuente de alta peligrosidad.
—Tiene razón, yo me gané el derecho de estar aquí —La voz del hombre ahora se oye más de cerca, como si estuvieran uno frente al otro, pero divididos por la cortina de ladrillos que les impide verse—. Disculpa si trato de abrirle los ojos ante su desafortunado destino. Soy realista en exceso y no sé más que ser franco. Conozco a Egil como la palma de mi mano y lo que no tiene es piedad con las personas que fallan con él.
—Pero yo no le he fallado…
—Pero él sigue siendo un desalmado sin corazón. Su virtud más predominante no es precisamente la de eximir. Ya debe saberlo, es su esposo ¿No?
Adelaide se queda callada por mucho tiempo procesando las palabras de aquel hombre. Ha oído muchas cosas de Egil, y por supuesto que nada buenas, pero ella es su esposa, debería escucharla y no juzgarla sin darle el derecho de defenderse.
—No la va a escuchar —Añade la voz del otro lado adivinando la lucha mental de Adelaide.
—Es usted un hombre insoportable ¿Sabía?
—Benedict —Contesta él sobre su voz—. Mi nombre es Benedict.
—Solo déjeme en paz, Benedict —Resuella, Adelaide pegando la vuelta, como si él pudiera verla.
Benedict niega mientras miles de posibilidades se cruzan por su cabeza. Posa ambas manos contra la pared y se pregunta cómo será aquella mujer del otro lado. Conociendo los gustos de Egil, debe ser una de esas jóvenes creídas con vestidos y maquillajes extravagantes, cutis impecable, nariz respingona y hombros rectos, pretendiendo ser la reina del universo.
Desde luego, ambos están en la misma m****a ahora, aunque ella sea el nuevo juguete del jefe y él el prisionero innombrable de la familia Arrabal.
Dos semanas después, en Roma… —¡¿Qué significa esto, Benedict?! ¿Es por esto que querías venir a Italia? ¿Por ella? ¿Para buscarla? Pamela tira la carpeta en la mesa mientras llora amargamente. Ya no soporta esta situación, está cansada de luchar con el fantasma de Adelaide y de Gaspar. Benedict toma una servilleta y limpia las salpicaduras del café en su saco producidas por el choque de la carpeta con su taza, sin el humor suficiente para contestar absolutamente nada al reclamo de su esposa. —Ya no puedo soportarlo, nunca vas a olvidarla. Esta obsesión tuya con ella ya ha llegado demasiado lejos, quiero irme a casa. Pamela camina hasta el sofá donde se sienta para aminorar el dolor de su espalda. Cuando encontró la carpeta esta mañana entre las cosas de su esposo, no podía dar crédito de lo que allí decía. —Puedes irte cuando quieras —le dice él, seco, pero en tono bajo—. Nadie te obligó a venir conmigo, tampoco a meterte en cosas que no son de tu incumbencia. —¿Ella te i
Emma mira con ojos de fuego a su esposo mientras él se esmera en salivar de manera correcta aquel objeto. Luego ella se coloca de espaldas a él, se agacha lo suficiente para ofrecerle una vista única, deliciosa y totalmente sexy de su trasero. La respiración de su esposo se triplica cuando su boca entra en contacto con su cuerpo. Vuelve a aspirar profundamente, sin el menor pudor, ese aroma tan característico de mujer que lo vuelve loco, luego sin más preámbulo y al borde del colapso toma por asalto su parte íntima. La lengua de Adriano está de fiesta esta noche. Recorre con afán cada pequeño espacio entre pliegues, saboreando, como si se tratase, de un néctar de los dioses. —Amor, así —gime desesperada, Emma—. Por favor, continúa. Adriano sigue con su labor, ahora con más ahínco, subiendo un poco más arriba y metiendo más presión en el lugar correcto para lubricar suficientemente ese orificio del cual se deleitará más tarde hasta cansarse. Dirige el tapón lentamente allí, donde
—Amore mio —Emma llama la atención de Adriano, apenas se asoma por la puerta del baño mientras camina a paso lento hacia donde él se encuentra.—Per tutti gli angeli! —dice Adriano en un susurro mientras la detalla de pies a cabeza—. Emma, amore mio…—¿Te gusta? —pregunta ella avanzando con sus taconazos que retumban en toda la habitación, hasta quedarse a un paso de él. Adriano traga saliva un par de veces y ni aun así consigue desanudar su garganta. ¡Mierda! Él sabía que nada sería normal con ella en su luna de miel, pero esto supera ampliamente todas sus expectativas. Emma está tan bella que parece un ángel de seducción. De inmediato y sin ningún preámbulo, él cae de rodillas a sus pies, llevando sus manos a sus muslos y fijando su vista en la piel tersa y tan besable de esa parte de su cuerpo.—Estoy muy excitada, esposo mío —dice ella pasando sus dedos por el cabello de Adriano. Él cierra los ojos por un segundo y deja escapar un suspiro pesado—. ¿Qué harás al respecto?—Te dar
Al salir del aeropuerto, Adriano lleva a todos a cenar a una pizzería, donde les comunica que él y Emma van a casarse mañana al medio día. Esa noche, todos se quedan despiertos hasta muy tarde programando lo que van a hacer. Bea se encarga de los postres y la comida, Emma contrata un servicio de planeador de bodas para que organice todo lo necesario, mientras ella escoge un vestido y la ropa para Eleonor y Gaspar. Santos hace las invitaciones a algunos de los socios y empresarios y llama al juez. Adriano organiza el viaje de luna de miel. Había querido ir hace mucho tiempo a Grecia y este es el momento ideal para hacerlo. Gracias al cielo consigue un hotel y un vuelo privado que los llevará hasta allí. El movimiento en la mansión Palumbo comienza desde la madrugada. Nadie está quieto y antes del mediodía, ya todo está listo. Adriano acomoda el boutonniere en la solapa de su saco frente al espejo. La sonrisa no se le ha borrado del rostro desde ayer. Siente que tanta felicidad no
En Roma, cinco años después…—¿Es en serio? —Adriano deja su copa de champaña a un lado y se acerca a Emma, quien está apoyada por el barandal de la terraza, pero mirándolo a él.—Por supuesto. Nunca estuve más segura de esto —responde ella con su habitual sonrisa que derrite de amor a Adriano. El hombre se acerca a ella y toma su rostro con ambas manos antes de dejar un beso suave en sus labios. Ha esperado por este día pacientemente por todos estos años. En muchas ocasiones quiso desistir, alejarse, intentar olvidarla, pero al darse cuenta de que no podía vivir sin ella, volvía a intentarlo una vez más. Hoy es el cumpleaños de Adriano y Emma organizó para él un almuerzo en un hotel muy renombrado de Roma, solo ellos dos, ya que Beatriz y Santos están de viaje en Marruecos, donde fueron a visitar a su madre y vuelven esta noche. En todos estos años, ellos compartieron momentos inolvidables juntos. Todos piensan que son pareja, pero la verdad es que no han podido dar ese paso hasta
—¿No es lo mismo que tú piensas hacer? ¿Acaso tú no vas a reclamar lo que compraste? —pregunta Pamela a Benedict en un tono amargo mientras se señala a sí misma. —Por supuesto que sí lo reclamaré —responde él, seco—. Con la diferencia que yo seré tu esposo, conmigo tendrás todo lo que nunca soñaste tener, no te tomaré a la fuerza, pero eso no garantiza que cuando tú misma decidas estar conmigo, no sea duro contigo, porque es así como me gusta follar. Serás la señora Arrabal, la madre de mis herederos, mi mujer. Un silencio abrumador los envuelve en ese momento. Pamela ni siquiera sabe qué responder a eso. Él le extiende su mano y Pamela tarda unos segundos en tomarla. Benedict la lleva a su regazo, así como cientos de veces tuvo a Adelaide. De cierto modo, Pamela le recuerda a ella, su inocencia, su espontaneidad, su sencillez. Benedict inhala el aroma de su pelo antes de dejar un beso nuevamente en su frente. Esto es algo que Pamela nunca antes ha vivido, ni siquiera sabe cómo re
Último capítulo