Capítulo 2. Egil Arrabal

En la hacienda de la familia Arrabal, Gage mira a Egil con preocupación. No ha dicho ni una sola palabra ante la noticia que acaba de recibir y dejó ir al mensajero de Bahram Valencia como si nada, lo que nunca hubiese hecho ante una noticia tan grave.

Tampoco dio una sola orden. Eso podría ser bueno, pero definitivamente cuando se trata de Egil, no. Él no es alguien que se queda con los brazos cruzados ante tal deshonor, solo alguien realmente temerario y sin miedo a morir podría traicionarlo de esa forma.

—Jefe, quizás pueda…

—¡Silencio! —La voz potente de Egil lo calla de inmediato. La frialdad en su tono es algo a lo que su mano derecha ya está acostumbrado, ya que se conocen desde que ambos eran niños, pero hay algo más pasando dentro de esa cabeza y él lo sabe bien.

Los dedos largos del castaño, no dejan de golpear la madera del escritorio, señal característico de qué está planeando algo en las que muchas vidas se perderán y eso lo ha vivido antes.

Egil no es un hombre que deja una cuenta sin cobrar y esos pobres infelices no tienen ni idea de lo que los depara.

Durante al menos una hora se mantiene impasible, con la vista fija en la nada y sin decir una sola palabra más. Afuera, en los pasillos de la hacienda, el silencio es profundo. Las noticias sobre la huida de Nadia dos días antes de la boda se ha esparcido como pólvora por toda la familia y nadie se atreve a estar cerca para cuando la catástrofe se desate.

—¿Adelaide ya está en camino? —Pregunta Egil y Gage se sorprende de su serenidad.

—Estarán en la hacienda de los Arrabal dentro de al menos cinco horas, jefe.

—Envía a cuatro hombres para que la escolten hasta aquí. Que llegue sin contratiempos. También prepara una bienvenida en el jardín y avisa a todos los miembros de la familia que asistan.

Gage asiente y sale a toda prisa a cumplir la orden de Egil. Por el tono de su voz, puede imaginar lo que le espera a esa joven una vez que llegue a este lugar.

Egil se queda mirando en un punto fijo del horizonte y su cabeza da vueltas de tanto pensar.

«¿Cómo se atreve Bahram a injuriar mi apellido de tal forma?», piensa molesto.

La ira que está reprimiendo en su interior no le hace nada bien, pero necesita estar sereno para llevar a cabo su objetivo. Bahram Valencia ya está condenado a la ruina y lo hará poco a poco, lentamente, y con tanta crueldad que a nadie le quedará duda a lo que se enfrenta por desafiar su autoridad, hasta acabar con toda esa asquerosa familia.

Han pasado algunas horas desde que la camioneta de Adelaide emprendió el viaje. Ella se siente mareada, cansada y triste. Jamás pensó que esto le pasaría y aunque muchas veces soñó con salir de la mansión, esto resulta ser poco agradable para ella.

«¿Qué nuevo infierno me tocará vivir a partir de ahora?», es la pregunta que más veces se ha hecho desde que salieron rumbo a su nuevo destino. Ni siquiera tiene ganas de mirar el paisaje que tantas veces se preguntó cómo sería. Todo a su alrededor le parece tan lúgubre como su estado de ánimo.

—¿Falta mucho para que lleguemos? —Pregunta con la voz ronca. La humedad del ambiente hace estragos en ella, en especial en ese vestido tan revelador.

—Ya estamos en tierras de los Arrabal, mi niña, pero aún nos falta un trayecto largo para llegar a la hacienda. Será mejor que procure descansar.

Luego de esa corta charla, todo vuelve a ser silencio entre ellas. 

Ya casi al amanecer, la joven nota a varias camionetas negras acompañando a los de ellos a ambos lados. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que son hombres de Egil y que él los envió para escoltarlos hasta la hacienda.

Luego de algunas horas más, por fin, logra divisar por encima de un bosque, el pico más alto de la hacienda Arrabal, su nuevo hogar, o su tumba, todavía no está segura.

—Todo estará bien, mi niña —La anciana le da unas palmaditas en la mano. Adelaide quiere creerle, pero en el fondo sabe que su destino es incierto.

Cuando más se acercan a la entrada, más nerviosa se siente. Su mano no deja de temblar y en su garganta se forma un nudo doloroso al punto de provocarle asfixia. Nunca había sentido tanto malestar, y no es solo por el largo viaje, sino por las circunstancias que la traen a este lugar.

En pocos minutos llegan hasta una muralla alta de piedras. Afuera muchos hombres vestidos de negro custodian una puerta doble de metal que es la entrada principal a la hacienda. Adelaide se siente impresionada por la vista que se proyecta ante ella. La mansión de los Valencia no es ni la décima parte de lo que es este sitio.

Apenas llegan hasta la entrada, muchas personas de todas las edades empiezan a rodear el paso de la camioneta y ella entra en verdadero pánico.

«¿Qué significa esto? ¿Acaso están aquí para reclamarle lo de su hermana?», se pregunta mirando la muchedumbre que murmuran algo entre ellos mismos.

Hay personas por donde se mire, todas mirando con curiosidad a la que a partir de mañana será la esposa del jefe de la familia.

La camioneta se detiene justo frente a la larga pasarela que lleva hasta las puertas principales de la casa. Adelaide mira el camino que conduce hasta ahí y sabe lo que le espera. 

La puerta se abre y la mirada estoica de su hermano le indica que es hora de bajar.

—Es hora, mi niña —Mercedes es la primera en bajar antes de ofrecerle la mano para que haga lo mismo. La mirada grisácea de Adelaide se cristaliza, pero se obliga a recomponerse. No puede derrumbarse justo ahora.

Afuera hay mucho silencio, uno muy aciago que siente miedo de lo que pueda ocurrir; sin embargo, no tiene otra opción, ¿o sí?

Asoma su cabeza por la puerta y el silencio es aún mayor que antes. Un suspiro sale de su pecho antes de tomar el valor de bajar y enfrentarse a lo que la espera.

Este primer paso es lo más parecido al camino hacia la muerte. Adelaide nota en la mirada de aquellas personas un sentimiento de lástima, mientras que en otras, profundo desprecio y odio.

—¡Maldita, perra! ¡Hija de la traición! ¡Maldita tú y todos los Valencia! ¡Les deseo una muerte dolorosa! ¡Traidores! —Son solo algunos de los murmullos que se oyen a su paso.

Adelaide se siente humillada y su único deseo es salir corriendo en ese mismo instante, pero nada más lejos que su deseo se cumpla.

Está claro que en las intenciones del Egil Arrabal al hacer este recibimiento estaba el humillarla y claramente lo había logrado.

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