Mundo ficciónIniciar sesiónEl eco de los aplausos hipócritas aún vibraba en sus oídos cuando Alexander la arrastró fuera del salón. Sus dedos eran grilletes de carne y hueso. Lauren no intentó soltarse; sabía que cualquier resistencia solo alimentaría la bestia que caminaba a su lado. Subieron las escaleras de mármol en un silencio sepulcral, interrumpido solo por el roce violento de la seda de su vestido contra los escalones.
Al cruzar el umbral del despacho, Alexander la soltó con un desprecio tan físico que ella trastabilló. El portazo que siguió sonó como el disparo de una ejecución. No hubo tiempo para recuperar el equilibrio. Antes de que Lauren pudiera siquiera exhalar, él la tenía acorralada contra la pared. El frío de la madera noble contra su espalda contrastaba con el calor abrasador que desprendía el cuerpo de Alexander. Estaba tan cerca que ella podía ver los hilos de ámbar en sus ojos grises, dilatados por una furia que no era solo rabia, sino algo más añejo y amargo. —¿Cuánto tiempo creíste que podrías esconderte? —su voz era un látigo bajo—. ¿Siete meses? ¿Diez? ¿O pensaste que después de humillar mi nombre y vaciar la cuenta de fideicomiso simplemente podrías aparecer con este vestidito negro y esperar que cayera a tus pies de nuevo? Alexander apoyó las manos a ambos lados de su cabeza, encerrándola. Su cercanía era sofocante. Lauren podía oler el licor caro y esa nota de sándalo que empezaba a asociar con el peligro. Su corazón golpeaba sus costillas como un pájaro atrapado. Tenía miedo, un miedo ciego que le hacía temblar las rodillas, pero también había una chispa de algo oscuro y eléctrico que nacía en su vientre. Era la primera vez en su vida que un hombre la miraba con tanta intensidad, aunque fuera para odiarla. —Me dejaste en ridículo frente a los Pierce. Me robaste documentos que podrían hundir a los Rosewood —siguió él, bajando el tono hasta convertirlo en un ronquido animal—. Dime, Rebecca... ¿qué se siente ser tan jodidamente miserable? Lauren lo miró, y por un momento, se olvidó de las advertencias de su hermana. Se olvidó de la frialdad que Rebecca siempre le presumía. Vio el dolor real detrás de la máscara de Alexander, una grieta en su armadura de hierro que la hizo sentir una punzada de culpa que no le pertenecía. —Lo siento —susurró ella. Las palabras salieron de sus labios sin pensar, cargadas de una sinceridad que Rebecca jamás habría poseído—. De verdad... lo siento tanto, Alexander. No tienes idea de cuánto. El silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito. Alexander se tensó, sus ojos entrecerrándose como si estuviera tratando de descifrar un código imposible. —¿Qué has dicho? —preguntó él, casi con asco. —Que lo siento —repitió ella, y una lágrima traicionera se deslizó por su mejilla. Lauren no era una actriz; era una mujer rota tratando de salvar los restos de una familia que no la merecía. Su voz se quebró al final—. Sé que no mereces esto. Nadie lo merece. Alexander soltó una carcajada seca, carente de humor. Retrocedió un paso, pero solo para volver a arremeter contra ella, golpeando la pared con el puño justo al lado de su oreja. —¿Perdón? ¿Rebecca Moore pidiendo perdón? —la escupió con veneno—. ¿Qué nuevo juego es este? ¿La redención de la pecadora? ¿O es que el tipo con el que huiste te dejó tirada y ahora vienes a mendigar mi lástima? No me vengas con esa mirada de virgen sacrificada. Me das asco cuando mientes de forma tan patética. Él quería que ella se riera, que lo insultara, que le devolviera el veneno. Eso era lo que él entendía. Pero Lauren solo se quedó ahí, desarmada, mirándolo con una compasión que él no sabía dónde guardar. Y esa fue la verdadera provocación. Alexander se odiaba por notar que sus pupilas no se dilataban por el cálculo, sino por una emoción que él no podía clasificar. Su cuerpo, sin embargo, no entendía de rencores: su respiración se volvió pesada y su mirada bajó a los labios de Lauren, que temblaban bajo el peso de su mentira. —Deja de mirarme así —gruñó él, aunque fue más una súplica que una orden. —Alexander... —ella estiró una mano, rozando apenas la solapa de su abrigo. Fue el detonante. Él la agarró del cuello, no para asfixiarla, sino para obligarla a inclinar la cabeza hacia atrás, y estrelló sus labios contra los de ella. No fue un beso de amor. Fue un choque de trenes. Fue un castigo, una forma de sellar esa boca que decía palabras que él no quería creer. Sus labios eran duros, exigentes, moviéndose con una rabia que buscaba borrar la identidad de Lauren. La besaba como si quisiera arrancarle el alma, como si quisiera recuperar por la fuerza todo lo que le habían robado. Pero entonces, algo cambió. Lauren, en lugar de empujarlo, dejó escapar un suspiro entrecortado y se aferró a sus hombros. Sus dedos se enterraron en la tela de su traje, buscando anclarse en medio de la tormenta. Al sentir su respuesta, el beso de Alexander perdió su filo asesino por una fracción de segundo. Se volvió desesperado. Se volvió una necesidad cruda de dos personas solas en una habitación llena de fantasmas. Ya no era odio puro; era el hambre de alguien que ha estado muriendo de sed en un desierto de frialdad. Lauren sintió que el mundo se desvanecía. Por un instante, no era una impostora. Era una mujer siendo deseada por un hombre que, incluso en su furia, la hacía sentir más viva de lo que jamás se había sentido en su pequeña y gris existencia. Alexander fue el primero en reaccionar, como si se hubiera quemado con ácido. Se separó de ella con tanta brusquedad que Lauren tuvo que sostenerse de una silla para no caer. Él se limpió la boca con el dorso de la mano, un gesto cargado de desprecio que dolió más que cualquier golpe. Su pecho subía y bajaba violentamente. Sus ojos, antes nublados por el deseo, ahora eran de nuevo dos pedazos de sílice. —Recuerda esto, Rebecca —dijo, su voz recuperando esa cadencia de acero que cortaba el aire—. Nunca volverás a controlarme. Puedes usar tus lágrimas y tus disculpas baratas, pero el hombre que cayó en tus redes murió el día que te fuiste. Caminó hacia la puerta, deteniéndose antes de salir para mirarla por encima del hombro. —Esta noche dormirás en el ala este. Sola. Y mañana empezaremos a discutir los términos de tu "reintegro" a esta casa. Porque no creas que esto es un perdón. Es una sentencia. La puerta se cerró tras él. Lauren se dejó caer al suelo, el vestido negro extendiéndose a su alrededor como una mancha de petróleo. Se tocó los labios, que aún ardían y sabían a Alexander. Había venido a salvar a su hermana, pero mientras escuchaba los pasos de Alexander alejarse por el pasillo, Lauren comprendió la aterradora verdad: ya no estaba perdiendo una guerra de identidades. Estaba perdiendo su propio corazón frente a un hombre que solo quería destruirla.






