—¡Daniel! —grité y fue entonces que Anuar también lo vio—. Alguien tiene que ayudarlo.
Pero Anuar aún así me llevó hasta el interior.
Lo siguiente que vi fue a la gente entrar corriendo y nos tuvimos que apartar para evitar la estampida.
Mi respiración agitada, mi pulso a mil por hora y la duda que me carcomía de si Daniel estaría bien apenas me permitían pensar con claridad. Apenas estaba recuperándome de la sorpresa, cuando Anuar se quejó y grité ante la visión roja en su camisa.
El pánico me invadió, me acerqué sin saber qué hacer.
—Estás herido —me sentí una tonta, pues era obvio que estaba herido—. Oh, dios, ¿qué hago?
La mancha roja crecía por momentos, pero no corría a borbotones, así que imaginé que no era algo realmente grave. Pero eso no hacía que me sintiera muy tranquila.
Óscar equilibró a Anuar cuando este se tambaleó. No supe si el gruñido fue de dolor o porque su orgullo estaba ligeramente herido.
—Fue un rasguño, estaré bien.
Una vez que todo se calmó, los paramédicos