Los abrazos duraron más de lo que pude sostener sin sentirme una impostora. Fingir era agotador, y ese encuentro, aunque emotivo, solo aumentaba el torbellino dentro de mí. Cuando por fin nos separamos, la mujer —mi supuesta madre— me tomó de la mano con fuerza, como si temiera que me desvaneciera si la soltaba.

—Ven, mi amor. Vamos dentro —dijo con una ternura que me resultaba ajena.

Asentí, sin decir palabra, y dejé que me guiara por el sendero empedrado hacia la entrada de la casa. El aire olía a lavanda y madera vieja. Cada detalle estaba perfectamente cuidado, como si la casa hubiera estado esperando por mí. Como si mi ausencia hubiera sido solo una pausa en una vida que debía continuar justo donde se detuvo.

Al cruzar el umbral, me envolvió una mezcla de aromas familiares: café recién hecho, flores secas, y algo más… algo que no supe identificar, pero que me provocó un escalofrío. Mis supuestos padres caminaban a mi lado, hablándome de la decoración, de cómo habían cambiado algu