Había pasado un mes desde aquella conversación en la terraza, y cada día que transcurría era una prueba más de mi capacidad para fingir.
Sospechaba de Axel.
No podía decir que tenía pruebas sólidas, ni que conocía toda la verdad… pero algo en su forma de hablar, en cómo evitaba ciertos temas, en cómo sus ojos se oscurecían por fracciones de segundo cuando creía que no lo miraba, me decía que no todo era como él lo pintaba. Lo intuía en mis entrañas. Y aunque el corazón a veces quisiera dudar, mi instinto se mantenía alerta.
Pero era astuta. Tenía que serlo. Fingía normalidad. Sonreía cuando debía, le acariciaba el rostro por las noches, dejaba que me abrazara. Mantenía todo bajo control. Me esforzaba por no levantar sospechas. No podía permitirme un error. No ahora. No cuando ya había comenzado a mover las piezas.
Y entonces, una mañana, mientras tomábamos café en el jardín, Axel me sorprendió.
—Empaca tus cosas —dijo con una sonrisa suave, mientras sus dedos jugueteaban con los míos—