POV: Carolina Langford
Habían pasado cuatro meses desde aquel día en el que escapé de las garras de mi marido. Podía decir que no me había ido del todo mal, pero tampoco tan bien.
Después de huir, vagué por las calles como una indigente, aceptando limosnas de todo aquel que se apiadara de mí. Llegué a tocar la cima... solo para caer sin paracaídas, directo al suelo.
Una anciana, indigente como yo, se apiadó de mí y me llevó a vivir a su casa, ubicada en uno de los barrios más bajos de la ciudad. En parte era una suerte: mi esposo, un multimillonario arrogante, jamás se atrevería a poner un pie en un lugar como ese.
Con el tiempo, conseguí un trabajo de medio tiempo entregando comida a domicilio. Lo curioso era que la mayoría de las entregas eran para mansiones de gente rica y distinguida.
Hoy era uno de esos días de trabajo.
Monté mi bicicleta, la cual había encontrado en un basurero. Me costaba pedalear, y más aún con mi barriga de embarazada, que ya estaba bastante grande y evidente. Temía que mi jefe creyera que le causaría problemas y decidiera despedirme. Necesitaba conservar ese trabajo al menos hasta que naciera mi bebé. Después, conseguiría otro, ahorraría algo de dinero e intentaría salir de la ciudad. Vivía con el miedo constante de encontrarme con Axel, por algún capricho del destino. Tenía que evitar ese encuentro a toda costa.
Fui directamente al restaurante, entrando por la parte trasera. Mi atuendo no era el más apropiado para pasar por el área de clientes: llevaba puestos unos pantalones rotos de hombre que me quedaban enormes, sujetados en la cintura con una cinta; un suéter rojo con un enorme agujero a los lados, y unos tenis viejos y desgastados.
Pasé de vestir con opulencia... a vestir harapos.
Pero no me quejaba. Sabía que algún día, mi vida cambiaría para bien.
Recogí el pedido con sumo cuidado. Algunos clientes eran extremadamente exigentes, y si notaban que la comida llegaba mal, se quejaban o, peor aún, no pagaban. Ya había tenido varios inconvenientes con eso.
Estacioné la bicicleta al borde de la carretera y me dirigí a la mansión. El guardia de seguridad frunció el rostro al verme, con evidente desprecio, pero aun así me abrió la puerta. No presté atención a su gesto; ya estaba acostumbrada. Si tan solo supiera que, meses atrás, fui una de las mujeres más envidiadas y prestigiosas de Ciudad del Sur... sin duda se burlaría de mí.
Mientras me acercaba a la puerta, escuchaba música rock a todo volumen y un alboroto proveniente del interior. Al parecer había una fiesta, y muy escandalosa: los gemidos se mezclaban con la música, que claramente intentaba ocultar lo que sucedía dentro.
Toqué la puerta. Un hombre borracho me abrió, y por la pequeña abertura pude ver a varias personas teniendo sexo desenfrenado. No estaba alucinando. Mis sentidos no me habían fallado.
Le entregué la comida al hombre junto con la factura. Él sacó un fajo de billetes. Sabía que esa cantidad era mucho más de lo que costaba el pedido. La diferencia era propina, probablemente por mi aspecto y mi embarazo. Eso me alegró. A veces, esa era la parte buena de este trabajo: la gente se compadecía.
Tras recibir el dinero, me marché rápidamente. Ya había terminado mis entregas por hoy, así que regresé a casa de la anciana.
POV: Narrador en tercera persona
—Stefan, ¿quién era esa mujer que vino a entregar la comida? —preguntó un hombre alto, corpulento, con labial rojo en los labios y la camisa desabrochada.
—¿Alan, no me digas que te gustó esa pobre mujer? Debo admitir que es bonita, pero... es una pordiosera.
—No seas idiota —respondió Alan, irritado—. ¿Cómo crees que me va a gustar esa piojosa? ¿No viste su aspecto? Es una muerta de hambre. Solo que... se me hizo conocida.
—¿Conocida? ¿De dónde? Ella ha venido varias veces a traer pedidos.
—No lo sé... pero se parece a la esposa de Axel —dijo Alan. Stefan escupió el ron de la risa.
—¡Jajaja! Ahora sí que te pasaste. ¿Qué tendría que ver el gran señor Won con esa mujer vulgar y corriente? El alcohol te está matando las neuronas, amigo.
—Eh... ¿a dónde vas? —preguntó Stefan, intrigado.
—Voy a hacer una llamada —respondió Alan con una sonrisa torcida—. Se me ocurrió un plan que nos hará reír bastante esta noche.
POV: Carolina Langford
Ya había anochecido y me encontraba recostada en el pequeño catre —porque llamarlo “cama” era un insulto al término— cuando escuché fuertes golpes en la puerta principal.
Fruncí el ceño. ¿Quién podría ser?
Me acerqué con cautela y abrí la puerta. Antes de poder ver quién estaba del otro lado, una mano se posó sobre mi boca y me arrastró fuera de la casa.
Mi cuerpo se contrajo de inmediato. ¡No! ¡No podía ser...! ¡Me había encontrado!
Me sacaron del auto sin ninguna delicadeza, como si fuera un animal callejero. Mis ojos se toparon con un gran letrero iluminado con luces rojas que decía: “La Noche Dorada”.
Aquellas palabras bastaban para hacer temblar a cualquiera.
Sabía perfectamente qué se escondía detrás de ese nombre. “La Noche Dorada” era un lugar donde los poderosos de la ciudad se divertían maltratando y abusando de personas que, según ellos, no valían nada.
Y esta noche... yo era el espectáculo.
Eso presentia.
Me obligaron a entrar. El lugar estaba lleno de hombres que fumaban, bebían y reían como si no existiera el mañana, mientras prostitutas hacían cosas que prefiero no mencionar.
Sus miradas se posaron sobre mí con lujuria y sadismo. Me sentí como una presa en medio de un nido de buitres. Sabía que querían despedazarme, no solo físicamente... también romperme el alma, hasta convertirme en un cascarón vacío.
¿Saldría viva de allí? ¿Saldría entera?
Un hombre se acercó. Era alto, atractivo incluso, pero al mirar sus ojos supe que escondía una oscuridad enfermiza.
Sin previo aviso, me dio una bofetada tan fuerte que me hizo crujir los dientes. Caí al suelo, pero logré proteger mi vientre. Gracias al cielo, mi bebé no sufrió daño.
Me lancé sobre él, dispuesta a pelear, pero me golpeó nuevamente, con más fuerza.
—Veo que eres ruda, pero eso no te servirá aquí. Solo harás que tu sufrimiento dure más. Te aconsejo que cooperes... quién sabe, quizá así salves a ese bastardo que llevas dentro —dijo, sonriendo como un demente mientras los demás aplaudían como si se tratara de un circo.
Me rendí. Guardé silencio. Dejé de luchar. No me importaba lo que me hicieran. Solo quería que mi bebé sobreviviera.
El hombre volvió a la carga. Me tomó del cabello con fuerza, arrancándome un gemido de dolor.
—Señor Won —gritó, mirando a un punto entre las sombras—, mire lo que le estoy haciendo a su querida esposa. ¿Acaso no piensa intervenir?
Al escuchar ese apellido... mi alma se congeló.
¿Won? ¿Axel...?
No... no podía ser él. ¡Era imposible!
¡Él nunca permitiría que me hicieran algo así! ¡Y menos llevando a su bebé en mi vientre!
Me repetí esas palabras como un rezo, tratando de negar lo que mi corazón ya sabía.