No volví a entrar a la biblioteca después de que Günter se fue.
Me quedé un rato en el pasillo, inmóvil, como si el aire de su presencia aún flotara en el ambiente. El aroma de su colonia seguía ahí, suspendido. No era solo una fragancia: era una memoria. De algo que ya no existía.
Caminé de regreso al invernadero. El sol ya no caía con la misma fuerza, pero seguía calentando los cristales. Abrí el libro otra vez, aunque seguía sin poder leer. Las palabras bailaban frente a mis ojos, ajenas. Distantes.
No lloré. Tampoco sonreí. Solo me dejé estar.
Había algo liberador en esa quietud. Como si, por primera vez, pudiera dejar de interpretar un papel. No era la esposa invisible. Ni la mujer usada. Ni la hija modelo.
Solo era yo. Vacía, sí. Pero en paz.
Esa noche, la cena fue tranquila. Nadie mencionó a Günter. Nadie preguntó por Cassian. Comimos en silencio, compartiendo migas de normalidad.
Después de la cena, salí al jardín. Me senté en el banco de hierro junto al rosal que planté cuand