La calle estaba gris. Silenciosa.
Berlín tenía esa forma de envolverte en su melancolía sin ser cruel. No era hostil. Solo... honesto. Como si supiera que había que tocar fondo para volver a subir.
No sabía hacia dónde caminaba.
Llevaba la valija en una mano, el teléfono apagado en la otra, y el alma... el alma hecha jirones.
Me detuve en una esquina, sin saber si debía seguir o sentarme en la vereda y dejar que el mundo siguiera sin mí. Y fue entonces cuando vi a Günter.
Estaba ahí. Parado del otro lado de la calle.
Vestía un abrigo negro y una bufanda que le colgaba del cuello, el pelo un poco revuelto por primera vez, las manos en los bolsillos. No parecía sorprendido. Solo... triste. Como si hubiera sabido que me encontraría así.
Cruzó sin apurarse, pero sin dudar. Se detuvo frente a mí.
—¿Estas bien? Mo podía dejarte sola.
No contesté. Lo miré con los ojos húmedos, sin máscaras, sin resistencia. Solo asentí, apenas.
Él tomó la valija de mi mano sin decir nada más, y empezó a cami