Estábamos en una librería-cafetería en el Upper West Side. Uno de esos lugares tranquilos, con sillones desparejados, aroma a canela y páginas viejas, donde el mundo parecía detenerse.
Alana hojeaba un libro de música antigua mientras yo revisaba unos apuntes en mi cuaderno. Afuera, el cielo estaba cubierto. Había amenaza de lluvia, pero dentro todo era calma.
—¿Sabes qué pensé? —dijo Alana, sin levantar la vista del libro—. Que deberíamos ir al teatro alguna noche. Algo liviano. Una comedia.
—Me parece perfecto —respondí—. Hace tiempo que no me río sin culpa.
—De eso se trata ahora, ¿no? De volver a empezar.
Asentí, sin saber que ese momento, justo ese, estaba a segundos de romperse.
Sentí primero el cambio en la atmósfera. Una especie de presión súbita, como si el aire se hubiera vuelto más denso.
Luego vi a Alana alzar la cabeza, fruncir el ceño y girar hacia la puerta.
—No… —murmuró.
Y entonces vi a Cassian.
Allí, de pie, empapado por la llovizna, con el cabello desordenado y el a