Salimos del taxi frente a la mansión. La calle era tranquila, bordeada de árboles que ya empezaban a teñirse con los primeros tonos del otoño.
—Wow —Alana dejó escapar, con los ojos abiertos como platos—. Esto es otra cosa, Olivia. No sabía que vivías así.
Le sonreí, un poco nerviosa, y abrí la puerta principal. La entrada era amplia, con un gran vestíbulo de mármol blanco que reflejaba la luz de los candelabros de cristal.
—Mis padres compraron la casa hace años, cuando llegaron de Alemania —le conté mientras caminábamos hacia el salón—. Siempre quisieron un lugar que se sintiera como un refugio, aunque nunca imaginé que me terminaría gustando tanto.
Alana tocó una mesa de madera oscura con incrustaciones delicadas y observó los cuadros de artistas europeos que adornaban las paredes.
—Es impresionante, pero no fría —dijo—. Se siente como si aquí hubieras crecido rodeada de historia y cariño.
Nos sentamos en un sofá de terciopelo gris claro. Alana dejó caer su maleta en un rincón y su