El aire afuera era más frío de lo que recordaba. O tal vez era él. Günter caminó a mi lado con las manos en los bolsillos del abrigo, en silencio al principio. Yo no dije nada. No se lo iba a facilitar.
—No te imaginaba aquí —dijo finalmente, mirando hacia la calle como si le hablara al tráfico, no a mí.
—No me imaginabas en Boston, en una cafetería o con alguien más que tú.
Giró la cabeza para mirarme. No le gustó el tono. Bien.
—No estoy buscando discutir, Olivia.
—¿Y qué estás buscando?
—Verte. Entender.
—¿Entender qué?
Se detuvo. Yo también. Estábamos frente a un escaparate con flores secas y lámparas colgantes. Reflejos dorados en el cristal.
—Entender por qué te fuiste así —dijo, al fin. —Cuando lo estábamos arreglando todo, cuando estábamos bien.
Me reí. No fue una risa amable.
—¿Así? ¿Después de lo que hiciste?
—No estoy aquí para justificar nada.
—Entonces deberías irte.
—Pero estoy aquí —dijo, con un tono más bajo, más verdadero, casi cansado—. Porque no puedo evitar pensar