La noche se volvió espesa y lenta, como el último trago de un buen vino. Juliette fue la primera en decir que se tenía que ir. Alex se ofreció a acompañarla. Alana se estiró como un gato satisfecho y murmuró que pediría un taxi, lanzándome una mirada cargada de intenciones que Cassian, por suerte, ignoró.
—¿Nos vamos? —me preguntó él, mientras tomaba mi abrigo del respaldo de la silla.
Asentí. Afuera, el aire tenía ese frescor que despeja la cabeza, pero no alcanzaba a disipar el nudo en mi pecho. Caminamos en silencio, y él no soltó mi mano ni una vez.
Ya en casa, cerramos la puerta detrás de nosotros y nos quedamos un momento quietos, como si ninguno supiera qué decir primero. Fue Cassian quien rompió el silencio.
—¿De verdad no me tienes guardado como con un apodo especial? —preguntó con una media sonrisa, mientras dejaba las llaves sobre la mesa de entrada.
Me encogí de hombros, traviesa.
—¿Y si sí?
—Dame tu teléfono —dijo con tono sospechosamente sereno.
—¿Para qué?
—Para comprob