Cuando bajé las escaleras, lo encontré en el salón, de pie junto a la ventana, como si hubiera estado allí toda la noche. La luz del amanecer apenas perfilaba sus rasgos, y por un segundo, si no hubiera sentido tanto odio, habría dicho que se veía roto.
Pero ya no me conmovían sus ruinas.
Me aclaré la garganta, seca.
—Quiero el divorcio —dije, sin adornos.
Günter giró hacia mí, y su rostro perdió todo el color. Sus labios se abrieron, pero no salió sonido alguno. Caminó hacia mí, paso tras paso, hasta quedar a menos de un metro.
—No —susurró, sacudiendo la cabeza—. No, Olivia. No es una solución.
—Para mí, sí —repliqué, cruzándome de brazos—. Ya lo decidí.
Y entonces ocurrió algo que nunca habría imaginado: se arrodilló.
Se arrodilló frente a mí, con las manos temblorosas aferrando las mías. Sus ojos, húmedos, brillaban en la penumbra.
—Te lo suplico —su voz se quebró—. Solo una oportunidad más. Una. Te juro, Olivia… si después de eso sigues queriendo irte, te dejaré libre. Te daré el