Cerré la puerta de mi habitación y me apoyé en ella, respirando agitadamente. Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no era solo dolor. Era algo más profundo, más oscuro. Algo que me apretaba el pecho desde dentro, como si un puño invisible intentara arrancarme el corazón.
Me deslicé por la puerta hasta sentarme en el suelo. Me abracé las rodillas. Intenté respirar. Inhalar. Exhalar. Pero el aire no entraba. O al menos no lo suficiente. Cada bocanada era como tragar espinas.
«Tranquila, tranquila, tranquila», me repetía. Pero las palabras eran inútiles. La cabeza me daba vueltas. El pecho me dolía. Los dedos me hormigueaban.
Me incliné hacia adelante, intentando controlar el temblor de mi cuerpo. Pero entonces vino el mareo. Y después, la certeza brutal de que me estaba ahogando. De que algo en mí se rompía y no sabía cómo detenerlo.
Golpeé el suelo con la palma. Intenté gritar, pero solo salió un gemido entrecortado. Un sonido bajo, animal, desesperado.
Y entonces escuché pasos rápido