Desayunamos tarde, casi al mediodía. Él preparó café; yo tostadas. No hubo muchas palabras, pero tampoco hicieron falta. Cada movimiento era una coreografía conocida: pasarnos la mantequilla, llenar las tazas, compartir el tarro de mermelada. Como si, por unas horas, hubiéramos recuperado una versión más simple de nosotros mismos.
Después nos sentamos en el balcón, con las piernas estiradas sobre la barandilla, el sol tímido acariciándonos los pies..
—¿Qué pasa por tu cabeza? —pregunté, mirándolo de reojo.
Sonrió apenas.
—Tú.
—¿Yo?
—Tú y… nosotros. Lo que somos. Lo que queremos ser. Me he dado cuenta de que no sé si alguna vez pregunté realmente qué querías.
Lo miré. Su tono no era culpable, ni condescendiente. Era genuino. Vulnerable. Y eso, viniendo de él, tenía un peso especial.
—Creo que yo tampoco lo supe —admití—. Al principio solo quería que no me dejaras. Luego… no sabía cómo pedir más sin parecer desagradecida.
—No eras desagradecida.
Asentí suavemente, dejando que las palabr