Fui yo quien lo empujó hacia atrás en el sofá, quien tomó el control con manos temblorosas pero seguras, riéndome al quitarle la camisa como si el mundo nos perteneciera. Me dejé llevar, lo guie con cada caricia, con cada beso que marcaba territorio y promesa. Él me siguió, entregado.
Cuando todo terminó, cuando nuestros cuerpos se calmaron y el silencio volvió a caer como una manta sobre la piel, Cassian me acarició el cabello y dijo, riendo:
—Deberías emborracharte todos los días.
Reímos los dos, sin culpa ni vergüenza. Solo nosotros. Sin el peso del mundo, sin el protocolo del día a día. Solo verdad.
El sábado en la tarde el clima era perfecto. Caminábamos de la mano por el centro, con un ritmo tranquilo, casi ajeno al tiempo. Yo llevaba una bufanda ligera, él sus inseparables gafas de sol. Sonreía más que de costumbre, lo notaba. A su lado, todo parecía fluir… hasta que no.
Estábamos curioseando unos libros en un pequeño mercado al aire libre cuando escuché una voz que me hizo ten