Días después de su regreso triunfal del Norte, la calma había vuelto al Reino Central, pero la tensión emocional se había instalado en los aposentos reales. El palacio era un remanso de paz aparente; sin embargo, Sech e Isis ardían en un fuego interno contenido, intensificado por el reconocimiento de su vínculo.
Una tarde, Sech encontró a su abuela Altea en su biblioteca privada, sentada frente a un ventanal que ofrecía una vista de los jardines invernales.
—Abuela —dijo Sech, su voz era inusualmente suave. Se acercó y se sentó en un sillón cercano, buscando su mirada.
Altea cerró el libro que leía y lo miró con cariño. Conocía a su nieto mejor que nadie; percibía su desasosiego.
—Te conozco, Sech. Vienes a hablar de ella —dijo Altea, sonriendo—. Veo el brillo en tus ojos y la tensión en tu mandíbula. Estás enamorado y eres un Rey temeroso.
Sech suspiró, recargando los codos en sus rodillas, la postura de un hombre que cargaba el peso del mundo.
—Lo estoy. Más de lo que creí posib