El silencio que siguió a la voz atronadora del Rey Alfa Sech fue absoluto, un vacío ensordecedor que se tragó la atmósfera tensa de la sala reservada. Tessa, Ayla y Lysander se quedaron petrificados. El rostro de la matriarca, Tessa, pasó de una altiva seguridad a una palidez espectral. Sus ojos, antes calculadores, ahora reflejaban un horror crudo.
Sech, enfundado en su reluciente armadura de batalla, se irguió en el umbral, su figura imponente proyectando una sombra ominosa sobre los tres conspiradores. La corona de oro que llevaba no era un mero adorno; era un yugo forjado con fuego y autoridad.
—¿Qué pasa? ¿Se quedaron sin poder hablar? —preguntó él, su voz cargada de ironía y desprecio—. Se veían muy seguros de sí mismos cuando estaban solicitando mi destitución, ¿o me equivoco?
Tessa intentó recuperar algo de su habitual compostura, forzando una sonrisa de mármol.
—Hijo, nosotros… —comenzó, extendiendo una mano temblorosa.
—¿Ustedes, qué, madre? —cortó Sech, sin dar un solo paso