La tormenta había estallado sobre Venecia con una furia inusitada. Truenos rodaban sobre la laguna como cañonazos celestiales, y la lluvia azotaba los vitrales del palacio con la fuerza de mil dedos golpeando el cristal. Alexandra se despertó sobresaltada cerca de la medianoche, no por el estruendo, sino por un sonido mucho más débil y preocupante: un llanto quedo y quejumbroso que provenía de la habitación de al lado.
Se levantó de inmediato, envolviéndose en su bata de seda. La habitación de Aurora estaba sumida en una penumbra solo rota por los relámpagos esporádicos. La niña estaba revolviéndose en la cama, su pequeño cuerpo ardiendo como una brasa. Su rostro estaba enrojecido y cubierto de un sudor frío, y sus quejidos eran de pura incomodidad y malestar.
—Aurora, *cucciola*, ¿qué pasa? —susurró Alexandra, arrodillándose junto a la cama y posando su mano en la frente de la niña. El calor que emanaba era alarmante.
—Alexandra… duele… duele todo —gimió Aurora, abriendo unos ojos vi