La celda de cristal era tan silenciosa que el latido de su propio corazón resonaba como un tambor en el interior de su cráneo. Clara permanecía sentada en el sofá blanco, inmóvil, la mirada fija en la pared opaca que horas antes había sido una ventana a la pesadilla de otra persona. La imagen de la joven Anya, inyectada y abandonada en un rincón, se repetía en su mente. Kael se había ido, pero su amenaza flotaba en el aire estéril.
No supo cuánto tiempo pasó antes de que la losa de la puerta se deslizara con su suave y aterrador silbido. Esperaba el regreso de Kael, con más datos, más ecuaciones macabras. Pero la energía que entró en la habitación era diferente. Más densa, más personal. Un perfume caro y amaderado, mezclado con el tenue aroma a pólvora y poder, llenó el espacio antes de que ella lo viera.
—Doctora Montalbán —dijo una voz que Clara no había oído en meses, pero que reconocería en medio de cualquier tormenta. Una voz que había susurrado promesas de dolor en la oscuridad