El silencio del búnker se volvió tan absoluto, tan denso, que Clara comenzó a escuchar, no con los oídos, sino con la médula de sus huesos, los ecos de una vida que ya no existía. No eran meros recuerdos, sino apariciones sensoriales completas, violentas en su nitidez, que irrumpían en la asepsia de su encierro como fantasmas táctiles. Era una nostalgia agresiva, un síndrome de abstinencia de lo real.
La primera alucinación—no podía llamarla de otra manera—fue el olor. Un día, mientras uno de los técnicos esterilizaba un instrumental con glutaraldehído, el acre aroma químico se transformó, en un giro alquímico de su cerebro, en el olor a café barato y galletas de mantequilla rancias de la sala de descanso del HUSA. De repente, el suelo de composite antimicrobiano se desvaneció bajo sus pies. No estaba en la fría clínica subterránea, sino de pie junto a la máquina de café que siempre tragaba monedas, con Amanda riéndose a su lado, su risa un sonido grasiento y maravilloso, mientras le