Narrador omnisciente
El silencio era lo más perturbador. No el silencio de la paz, sino el de una campana de cristal bajada sobre el mundo. Clara despertó en una habitación que no era la suya, aunque tampoco podía llamar "suyo" a ningún lugar desde hacía mucho tiempo. La memoria del tacto de Félix sobre su piel, una posesión fría y deliberada tras la firma de su rendición, aún era un eco fresco, un fantasma que se aferraba a las sábanas de seda egipcia. El colchón se adaptaba a la curvatura de su columna como si la conociera de toda la vida, un lujo que ahora sentía como una argolla perfectamente ajustada. Por la ventana panorámica—un blindaje de cristal antibalas disfrazado de elegancia—no se veía el mar embravecido del acantilado, sino la roca gris y húmeda de una pared subterránea iluminada por focos estratégicos. Estaba bajo tierra. El "búnker médico" que Félix había mencionado de pasada, como quien comenta el pronóstico del tiempo, era una realidad claustrofóbica y sofisticada.
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