La luz de la mañana se filtraba por las persianas de la cocina, iluminando el teléfono que yacía inerte sobre la encimera de mármol. La lasaña de la noche anterior, rehecha ahora para el desayuno, olía a comodidad y a obediencia. Cada bocado era un recordatorio silencioso de las reglas, de la conexión que se mantenía a través de la distancia y la disciplina.
El teléfono vibró, rompiendo el silencio matutino. No era el tono de un mensaje, sino una llamada entrante de la única «F» permitida en la pantalla. El corazón me dio un vuelco. Una llamada era más intrusiva, más inmediata. Más peligrosa.
Lo deslicé con un dedo que apenas temblaba.
—¿Señor?
—Buenos días —su voz era un rumor grave y familiar que me envolvió como una manta—. Hoy es un día importante. Prepárese.
—¿La sesión con la señora Gutiérrez? —pregunté, confundida. Era una paciente nueva, una viuda anciana con ataques de pánico según su perfil.
—No —respondió, y pude oír el leve crujir de su silla de cuero al reclinarse—. Eso e