La puerta del apartamento franco se cerró con un golpe sordo que resonó en el silencio cargado. La adrenalina de la emboscada aún me corría por las venas, mezclada con el frío residuo del miedo. Félix no encendió las luces. La penumbra del atardecer teñía la estancia de tonos azules y grises, alargando las sombras y ocultando la expresión de su rostro. Solo se veía la línea tensa de sus hombros y el brillo de sus ojos fijos en mí.
Sus manos aún rodeaban mis muñecas, no como una prisión, sino como una afirmación. Una marca de propiedad que quemaba más que cualquier esposa.
—¿Lo entiendes ahora? —su voz era áspera, cargada de una emoción cruda que no era ira, sino algo más profundo—. No es una cuestión de elección. Es de supervivencia. Fuera de mi órbita, eres un objetivo. John es solo el primero. Vendrán otros.
—¿Y dentro de tu órbita? —pregunté, desafiante a pesar del temblor que sentía dentro—. ¿Qué soy entonces?
—Mía —respondió sin vacilar, y la palabra cayó entre nosotros como un j