La orden había sido dada. «Arrodíllate.»
Y yo lo había hecho. El suelo frío del apartamento franco bajo mis rodillas era un recordatorio tangible de mi elección. La silueta de Félix frente a mí era una montaña de poder y oscuridad, y yo, a sus pies, había aceptado escalarla bajo sus términos.
No dijo nada durante un largo momento. Solo respiraba, y el sonido de su respiración, calmada y medida, llenaba la habitación a oscuras. Su mano no se apartó de la mía. La sostuvo, un ancla en la marejada de emociones que me embargaban: terror, excitación, vulnerabilidad y una paz extraña y profunda.
—Bien —murmuró por fin, y la palabra sonó como una bendición y una condena—. La primera regla es la postura. Espalda recta. Hombros hacia atrás. No escondes la cabeza. Me miras. Siempre me miras, a menos que te ordene lo contrario. ¿Entendido?
—Sí —logré articular, ajustando mi posición. Sentí un arco tensarse en mi columna, una línea de energía entre la coronilla de mi cabeza y su mirada.
—«Sí, seño