El silencio en la Clínica San Miguel era tan profundo que se podía oír el zumbido de los fluorescentes en los pasillos desiertos. Bajo las órdenes de Félix, la actividad habitual se había ralentizado hasta casi detenerse. Los pacientes no críticos habían sido dados de alta con discretas indicaciones; el personal, tras cumplir con sus tareas esenciales, permanecía en sus cuartos, sintiendo la tensión como una presión barométrica antes de la tormenta. Toda la energía del complejo se había canalizado hacia un solo propósito: la cacería.
La biblioteca médica, otrora un santuario de conocimiento silencioso se había convertido en el centro neurálgico de la operación. Mesas de roble macizo, que antes sostenían pesados tomos de anatomía, estaban ahora cubiertas por pantallas planas y teclados luminosos. Cables serpenteaban por el suelo como raíces tecnológicas. Gael, pálido por la falta de sueño, pero con los ojos brillantes de concentración, dirigía la sinfonía de datos desde una consola cen