Los tacones de Gemma resonaban sobre el suelo impecable del corredor. Estaba nerviosa, pero mantenía la espalda recta y una expresión profesional, saludando con una sonrisa educada a quienes se cruzaban en su camino.
—La dirección quiere verte —le había dicho su secretaria apenas llegó a su consultorio.
No quería ser pesimista, pero no podía evitar interpretarlo como una señal de alarma.
Gemma trabajaba en el Instituto de Neurociencia más prestigioso del país desde hacía apenas cuatro meses. Había obtenido el puesto poco después de terminar su especialización. Antes había trabajado en un hospital privado y, aunque le gustó la experiencia, estar en el instituto era completamente distinto. Solo esperaba no perder el trabajo tan pronto.
Era buena en lo suyo —sin querer presumir, una de las mejores para su edad— y, hasta ahora, había tomado su trabajo muy en serio, demostrando a sus superiores que merecía el puesto.Gemma desvió la mirada hacia los enormes ventanales sin dejar de caminar. Estaba en el ala norte del edificio; desde allí, las vistas daban a uno de los jardines principales. La luz del día se filtraba con suavidad, iluminando gran parte de los pasillos.
Aunque muchas áreas del Instituto estaban destinadas al tratamiento clínico, nada en él se parecía a un hospital. No había luces frías ni olor a desinfectante. Todo era pulcro, moderno, cuidadosamente diseñado para parecer acogedor y hacer sentir a los pacientes más cómodos.
Al verla, la secretaria del director la condujo hasta la puerta de la oficina y llamó con suavidad. Gemma aprovechó para ajustar su atuendo de forma sutil. No tenían uniforme obligatorio, pero ella procuraba vestir siempre de forma impecable, aunque en la privacidad de su casa prefiriera los pantalones holgados y las poleras suaves.
La secretaria abrió la puerta y entró primero.
—La señorita Vitale está aquí —anunció, apartándose para dejarla pasar.
Gemma dio un paso al frente y se detuvo un instante.
Dentro no solo la esperaba el director, sino también tres personas más. Renato, el psiquiatra a cargo del área clínica a la que ella pertenecía. Martina, la jefa de la unidad de investigación. Y… él.
Sebastián Morelli.
El hombre que alguna vez la había hecho suspirar como una idiota. A quien siempre había admirado en silencio. El que le dio su primer beso y después…
Gemma apartó esos pensamientos con rapidez. Lo último que quería era desenterrar viejos recuerdos.
Por más que lo intentó, no pudo dejar de mirarlo. Tal vez con más atención de la necesaria. Su cabello estaba algo desordenado. Estaba recostado contra el respaldo de la silla, con los brazos cruzados, en una postura tan relajada como arrogante. La camisa que llevaba se amoldaba a su cuerpo como si la hubieran pintado sobre él, marcando cada línea de sus brazos. Para alguien que pasaba la vida encerrado en un laboratorio, se conservaba demasiado bien.
La desconcertó la repentina punzada de anhelo en el pecho. Una sensación que decidió ignorar de inmediato. Era ridículo que su cuerpo aún reaccionara a su presencia, incluso cuando estaba segura de que ya no sentía nada por él.
Sebastián le dedicó una sonrisa ladeada que no hizo más que irritarla. Odiaba esa expresión engreída, como si creyera que una sonrisa bastaba para hacerla caer bajo su encanto, igual que al resto del mundo.
«Presumido».
Rodó los ojos, lo cual solo provocó que él sonriera aún más.
Demonios, cuánto deseaba borrarle esa sonrisa de un golpe.
En serio, esperaba que no la hubieran llamado allí para despedirla. Sería realmente vergonzoso que Sebastian estuviera allí para presenciarlo.
Giró la cabeza hacia el director, obligándose a recuperar el control.
—Buenos días —saludó con tono amable y profesional.
—Gracias por venir, doctora Vitale —dijo el director con cortesía—. Tome asiento, por favor. ¿Desea algo de beber?
—No, muchas gracias. Estoy bien.
Eligió la silla más alejada de Sebastián. La sala ya se sentía demasiado pequeña con él dentro como para arriesgarse a estar más cerca.
—¿Cómo va su trabajo? —preguntó el director—. He oído muy buenos comentarios sobre sus avances con los pacientes.
—Hago lo mejor que puedo para ayudar a cada uno de ellos.
—Soy consciente. Su jefe solo ha dicho cosas buenas de usted.
Gemma miró a Renato y le dedicó una sonrisa. Le gustaba trabajar con él. No solo era accesible, sino que también se había asegurado de que se adaptara bien al equipo, algo que muy pocos jefes se tomaban el tiempo de hacer.
—Supongo que ya conoce al doctor Morelli, nuestro especialista en neurobiología —añadió el director, mirando a Sebastián.
—Así es —respondió ella, sin molestarse en mirarlo.
—Entonces iré al punto. —El hombre apoyó las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos—. Como también debe de saber, el doctor Morelli forma parte de nuestro departamento de investigación. Ha participado en diversos proyectos centrados en la relación entre procesos biológicos y distintas patologías. Recientemente, ha iniciado una investigación sobre los mecanismos neurobiológicos asociados al trauma. Por su experiencia clínica con pacientes diagnosticados con estrés postraumático, y los grandes avances que ha tenido con muchos de nuestros pacientes, usted ha sido seleccionada para ser la segunda a cargo de este proyecto.
Gemma se mantuvo en silencio, digiriendo las palabras del director.
—Su experiencia será fundamental para validar las etapas de intervención desde el enfoque clínico —añadió el director—. Confiamos plenamente en que ambos harán un gran trabajo.
Sabía que era una gran oportunidad. Pero… ¿tenía que ser justo con Sebastian?
Podía negarse, pero si esta investigación podía ayudar a personas con sus problemas entonces no iba a rechazarlo, por mucho que no le agradara la idea de trabajar con Sebastian.
—Gracias por la confianza —respondió, modulando su voz con cuidado—. Estoy lista para comenzar cuando me lo indiquen.
—Sabía que aceptaría sin dudar —intervino Renato con una sonrisa—. La doctora Vitale es una de nuestras psicólogas más competentes.
—Será un honor trabajar contigo —añadió Sebastián.
Gemma giró la cabeza hacia él por primera vez desde que se había sentado y lo miró fijamente.
—No puedo esperar para comenzar —dijo, cuidando que su voz no sonara sarcástica—. Y, nuevamente, agradezco la oportunidad —añadió, volviendo la vista hacia el frente—. Ahora, si no hay nada más, me temo que debo retirarme. Mis pacientes me esperan —terminó con una sonrisa educada.
—Por supuesto —asintió el director—. Usted y el doctor Morelli pueden coordinar los detalles más tarde.
Ella asintió y se puso de pie al instante. No pensaba quedarse ni un segundo más del necesario.
Apenas cruzó la puerta, soltó una larga exhalación. El pasillo le pareció más estrecho que nunca mientras se dirigía hacia el ascensor. Aceleró el paso. Cuanto más lejos estuviera de Sebastián, mejor.
Su voz era baja, modulada, con esa maldita calidez que una vez la envolvió… o al menos antes lo había hecho.
Se detuvo frente al ascensor y se giró hacia él.
—Pero no me conoces, ¿verdad? —respondió con frialdad—. Ni un poco.
—¿Eso es lo que crees?
—¿Necesitas algo? —preguntó, ignorando sus palabras.
Sebastian sabía exactamente qué decir, y cuándo decirlo, para hacerte creer que eras especial. Tal vez por eso casi todo el mundo en el Instituto lo adoraba.
Si tan solo supieran que era una farsa…
Él la observó con esa intensidad suya, como si pudiera leer lo que ella no decía.
Gemma sostuvo su mirada, negándose a retroceder.
—Te enviaré el cronograma para coordinar agendas —dijo él, al fin.
—Perfecto. Aunque imagino que no siempre trabajaremos en el mismo espacio. Después de todo, no planeo evaluar pacientes en tu laboratorio.
—Y no lo harás —dio un paso hacia adelante—. Aun así… todavía pasaremos mucho tiempo juntos.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Algo más?
Él negó despacio. Luego levantó una mano y la llevó hasta el mechón suelto que se había escapado de su coleta. Se lo acomodó detrás de la oreja con lentitud.
Ella se quedó quieta, inmóvil durante un momento, atrapada en alguna especie de hechizo. Entonces, el ascensor sonó, devolviéndola a la realidad, y dio un paso lejos de él.
—Nos vemos después —murmuró al entrar.
—Gemma… —la llamó justo antes de que las puertas se cerraran—. En serio, me alegra trabajar contigo.
Ella lo miró una última vez.
No le creía. No podía creer nada que viniera de él.
—A mí no —susurró.