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Capítulo 2: Cláusulas y Condiciones

Sofía parpadeó. No estaba del todo segura de haber escuchado bien. Incluso se llevó una mano al oído, como si eso pudiera aclarar lo que acababa de oír.

—¿Un contrato de qué?

—Matrimonio —repitió Ethan Blake, con la misma calma con la que otro sugeriría cambiar de proveedor.

Ella lo miró, buscando una sonrisa irónica, un gesto burlón, cualquier indicio de que se trataba de una broma. Pero no. Él seguía allí, inmutable, como si acabara de proponer una simple estrategia comercial.

—¿Está hablando en serio?

—Siempre. No soy un hombre que bromea en medio de una negociación.

Sofía cruzó los brazos. Un movimiento automático y defensivo. Como quien necesita marcar un límite.

—¿Esto es algún tipo de prueba? ¿Una forma de ver si me vendo fácil? Porque si es así, la respuesta es no.

—No es una prueba. Y no se trata de venderse —respondió él, sin alterar el tono—. Se trata de comprender el propio valor. Y sí, hay mucho dinero en juego.

Ella dio un paso atrás. No por miedo, sino para ganar distancia, perspectiva. Aún no entendía del todo a dónde quería llegar.

—¿Por qué yo?

—Porque tiene carácter —dijo Ethan, como si fuera evidente—. Porque no se desarma bajo presión. Porque no me mira como si fuera un dios, ni como si fuera el diablo. Me mira como si no me tuviera miedo. Y necesito a alguien así. Alguien que no se rompa ante la primera dificultad.

Sofía lo observó en silencio. Una parte de ella quería reírse. Otra, salir corriendo. Y otra —la más pequeña, la más traicionera— quería saber más.

—Explíqueme esto —dijo al fin—. Sin rodeos.

Ethan asintió. Caminó hacia la mesa de juntas, abrió su maletín con esa precisión casi quirúrgica que parecía definirlo, y sacó un sobre negro. Se lo ofreció sin dramatismo.

—Estoy en plena negociación con un grupo de inversionistas internacionales. Uno de ellos, particularmente tradicional, no confía en hombres solteros para manejar fondos familiares. Cree que la estabilidad personal refleja liderazgo. Anticuado, sí. Pero es quien pone el dinero, y no puedo darme el lujo de desafiarlo.

—¿Y entonces...? —preguntó ella, sin tocar aún el sobre.

—Necesito estar casado antes de la próxima ronda de negociaciones. Tengo tres meses.

—¿Y no tiene… amigas para eso?

Ethan soltó una breve exhalación. No fue risa, pero algo parecido.

—Tengo muchas mujeres en mi vida, Sofía. Pero ninguna que pueda leer un contrato sin tartamudear.

La franqueza la tomó por sorpresa. No era ofensiva, solo brutalmente honesta.

—¿Qué hay en ese sobre?

—Una propuesta preliminar. Términos del acuerdo: duración del matrimonio, cláusulas de confidencialidad, compensación financiera, derecho de rescisión. Todo claro. Nada implícito, y desde luego, nada escondido en letras pequeñas.

Sofía tomó el sobre como si pudiera explotar. Lo abrió con cuidado. Tres páginas. Papel grueso. Redacción impecable. Precisión legal casi quirúrgica.

—¿Me está ofreciendo dinero por casarme con usted?

—Le estoy ofreciendo una compensación —corrigió él—. Por su tiempo, por el impacto en su vida personal, por los riesgos. Llámelo como quiera. Desde qué perspectiva lo vea, me da igual. Mientras acepte el trato, lo demás es irrelevante.

Sofía alzó la mirada. Seguía con el sobre entre los dedos, como si su peso hubiera cambiado.

—Esto es una locura.

—Tal vez —concedió Ethan—. Pero es una locura funcional. No busco algo real. Solo necesito la imagen. Y hasta ahora, usted cumple con todo lo que busco en una esposa falsa.

Ella cerró el sobre con un suspiro. Lento, profundo. Una parte de ella aún intentaba entender si eso de verdad estaba ocurriendo.

—¿Y si le digo que no?

Ethan se encogió de hombros, como quien habla de una variable más.

—Buscaré otra opción. Pero preferiría que fuera usted.

—¿Y si le digo que sí?

Por primera vez, su mirada cambió. Se volvió más intensa. Menos corporativa. Casi íntima.

—Entonces, señorita Herrera, nos casaremos en treinta días.

Sofía no respondió de inmediato. Seguía con el sobre en la mano, la mirada fija en un punto entre la alfombra y el rostro inalterable de Ethan Blake. Él no insistió. Solo asintió con un leve gesto de cabeza, como si acabaran de cerrar una reunión más.

—Léalo con calma. Tiene hasta el viernes —dijo, y su voz sonó casi cortés, como si no acabara de proponer un matrimonio por contrato—. Si decide rechazarlo, no habrá consecuencias laborales. Palabra de abogado.

Se dio media vuelta, tomó su maletín con un solo movimiento y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo.

—Y Sofía... —añadió, sin girarse—. No se equivoque: si acepta, esto será un acuerdo profesional. Pero yo no juego con compromisos, ni siquiera los ficticios.

Y sin más, salió de la sala.

El silencio que dejó atrás fue más pesado que su presencia.

Sofía permaneció allí, de pie, en medio del eco de sus propios pensamientos. Abrió el sobre de nuevo, leyó la primera línea sin procesarla, y lo volvió a cerrar. No por falta de interés, sino porque su mente, de pronto, estaba a kilómetros de distancia.

Doce años atrás.

El olor a pan recién horneado lo impregnaba todo. La harina flotaba en el aire como polvo mágico, pero Sofía sabía que no había nada de mágico en aquel trabajo. Tenía catorce años y los fines de semana ayudaba a su padre en el pequeño local familiar. Él siempre decía que el pan debía amasar el alma, no solo las manos.

—Si aprietas demasiado, se rompe. Si no aprietas lo suficiente, no se forma. Como las personas —le decía, guiándola con paciencia—. Hay que saber leer la masa.

El horno no perdonaba errores. Ni el calor. Ni los clientes. Pero su padre tampoco aceptaba el menor signo de debilidad.

—Los clientes no tienen la culpa de tus problemas. Sonríe. Sirve. Aprende.

Fue allí, entre bandejas calientes y madrugadas sin descanso, donde Sofía aprendió a resistir. A no temer a la presión. A sostener la mirada de quien te subestima. A responder con hechos.

Y también fue allí donde la vio llorar, una vez, sola junto al lavamanos, después de que un cliente humillara a su padre por un pan “demasiado rústico”.

—¿Sabes qué duele más que el desprecio? —le había dicho él, dándole una toalla para secarse las lágrimas—. El silencio de quien pudo defender lo justo y no lo hizo.

Desde entonces, Sofía nunca más se quedó callada. Ni frente a profesores con poder, ni ante jefes arrogantes, ni mucho menos frente a Ethan Blake, con su traje perfecto y su propuesta que parecía salida de un manual de cinismo empresarial.

Volvió al presente con un parpadeo. Seguía allí, sola en la sala de juntas.

Miró el sobre por última vez. Lo sostuvo con firmeza. No estaba lista para tomar una decisión. Pero tenía claro algo: si aceptaba, no sería por el dinero. Sería por control. Por estrategia. Por tener un asiento en la mesa donde otros solo son servidos.

Y si jugaba ese juego, lo haría con las reglas bien claras…

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