El trayecto desde el ayuntamiento hasta la casa de Ethan duró apenas cuarenta minutos, pero para Sofía fue como viajar entre dos realidades.
Había algo en ese auto negro —con los cristales ahumados, el silencio acolchado y la presencia de Ethan a su lado sin decir palabra— que la hacía sentirse increíblemente fuera de lugar. Como si su ropa sencilla, su vida pasada, incluso sus pensamientos no tuvieran permiso para entrar en ese nuevo mundo.
Cuando el auto cruzó las puertas de hierro forjado, se encontró con una mansión de fachada moderna, todas líneas limpias, ventanales infinitos y piedra blanca. Nada en ella gritaba ostentación. Todo lo susurraba: elegancia controlada, poder discreto.
El chofer abrió la puerta, y Sofía bajó, sintiendo que los tacones se le hundían no en el suelo… sino en el compromiso que acababa de firmar.
—¿Esta es tu casa? —preguntó, más por llenar el silencio que por necesidad.
—Es nuestra casa —respondió Ethan sin énfasis, como si estuviera leyendo una línea de contrato.
La puerta principal se abrió automáticamente con un sensor. El interior olía a madera cara, a cítrico y a algo indefinible: distancia.
Las paredes eran blancas, pero no frías. Las obras de arte eran modernas, sin nombres reconocibles. Cada rincón parecía pensado para agradar sin sobresaturar. Sofía caminó por el recibidor, pasando un espejo con marco dorado que le devolvió una imagen extraña: una mujer que no se reconocía del todo.
—¿Siempre está tan… silencioso? —preguntó.
—Es parte de lo que me gusta del lugar —dijo Ethan mientras dejaba su reloj sobre una bandeja de mármol—. Aquí las cosas no gritan y es lo que deseo.
—¿Y la gente?
—La gente tampoco.
Pasaron junto a una sala de estar con chimenea de gas, una biblioteca mínima pero cuidada, y una cocina que parecía de revista, con electrodomésticos que Sofía no sabría ni encender. Todo era impecable. Inhabitado. Como si la casa no fuera un hogar, sino una réplica exacta de lo que alguien creería que es el lujo.
Subieron una escalera flotante de vidrio y metal. Ethan abrió una puerta doble.
—Este es tu espacio. Dormitorio, baño privado, armario, una pequeña oficina. Puedes redecorar si quieres. Lo que necesites, pídelo que se te dará.
Sofía cruzó el umbral y vio lo que, efectivamente, parecía un mini apartamento dentro de una casa más grande. El estilo era neutral, funcional, hermoso… pero sobre todo carente de alma.
—¿Y tú? —preguntó, girándose.
—Mi habitación está al otro lado del pasillo. Ni muy cerca, ni demasiado lejos. Intencional.
—¿Para qué?
—Para que sepas que siempre tienes opción. Cercanía o distancia.
Esa respuesta, más que tranquilizarla, le dejó un nudo en el pecho. Porque no sonaba a libertad. Sonaba a advertencia.
Ethan asintió, como si el recorrido hubiera terminado.
—Tómate tu tiempo para instalarte. Cenaremos a las ocho. Informal. Nada de disfraces —dijo con una media sonrisa, y se marchó.
Sofía cerró la puerta tras él, sola ahora. Apoyó la espalda contra la madera y recorrió el lugar con la mirada.
No había fotos. No había historia. No había rastros de alguien que viviera allí, a pesar de que todo era perfecto.
Un palacio puede ser tan frío como una celda, pensó.
Y por primera vez desde que aceptó esa propuesta, entendió que lo más difícil no sería fingir que estaban casados.
Sería sobrevivir a convivir con alguien que había olvidado cómo vivir.
—Vamos, Sofía —se repitió a sí misma dándose ánimos —sabías bien que esto no era un matrimonio como los demás, así que no vengas con remilgos y lloriqueos.
Ella comenzó por desempacar sus cosas una vez que llegaron, su ropa contrastaba por completo con el clóset de lujo que tenía.
—Señora Blake —una empleada la llamó, pero Sofía no hizo caso —disculpe, señora Blake.
En el momento en que aquella empleada tocó a Sofía, ella dio un grito estridente que se escuchó hasta el otro lado del ala en donde se encontraba Ethan.
—Lo siento, señora Blake, no era mi intención asustarla.
La empleada se disculpó haciendo una reverencia un tanto exagerada ante los ojos de Sofía, parecía totalmente temerosa de que este susto tuviera alguna repercusión en su trabajo.
—No es necesario que haga eso —Sofía enderezó a la mujer con un gesto cargado de amabilidad —disculpe por no contestarle, pero es que todavía no me encuentro acostumbrada a que me digan señora Blake, puede decirme Sofía o señora Sofía si se siente cómoda con esto.
—Está bien, señora Sofía —ella sonrió con amabilidad —venía a acomodar sus cosas, usted no tiene que estar haciendo nada de esto, es mi responsabilidad como empleada de la mansión Black.
Ethan miraba la escena desde el umbral de la puerta de Sofía, este gesto por parte de ella lo había descolocado de cierta manera porque era la primera vez que alguien trataba a un empleado con tanta humanidad.
—No es necesario que te retrases con tus oficios que me imagino que no son pocos, ya casi termino de acomodar mis cosas así que puedes irte.
El cuarto de Sofía se había vuelto un poco más acogedor una vez que puso unas cuantas cosas en el mismo, Ethan miró esto con una sonrisa disimulada y luego regresó a su mirada pétrea que lo había caracterizado en el mundo de los negocios.
—Deja que ella te ayude a organizar las cosas, ahora eres la señora de la casa y te debes portar como tal. El trabajo de los empleados es ayudar a los jefes y el tuyo es aceptar dicha ayuda, o en todo caso, indicarle cómo es que te gusta que se organice todo.
—No le veo la necesidad, pero si tú dices que debo hacerlo pues está bien.
—Te veo en la cena, se sirve a las ocho en punto.
La casa estaba silenciosa cuando Sofía bajó las escaleras a las ocho en punto. No era puntual por protocolo, sino por cortesía. Aunque se tratara de un matrimonio falso, ella no pensaba alimentar los estereotipos de “la esposa desinteresada”.
Encontró a Ethan en el comedor principal —una sala larga con ventanales que dejaban ver el jardín nocturno, donde las luces suaves apenas tocaban el suelo. Había una mesa puesta con sobriedad: dos platos, dos copas, dos servilletas dobladas con precisión quirúrgica. Y él, claro, sentado ya, con el móvil a un lado y una copa en la mano.
—Puntualidad. Otra sorpresa de tu parte —comentó Ethan sin levantar la voz.
—No suelo llegar tarde. Y odio comer sola.
—Entonces tenemos algo en común.
La cena fue servida por una empleada que no cruzó una sola palabra. Solo inclinó la cabeza y se retiró en silencio. El menú era elegante, pero no ostentoso: salmón, vegetales al vapor, una copa de vino blanco. Sofía pensó que era curioso: una casa tan lujosa, pero sin exceso. Como si todo estuviera medido, contenido. Como su dueño.
—¿Comes así siempre? —preguntó ella, cortando con cuidado su comida.
—Cuando no estoy viajando, sí. La rutina me da control.
—¿Y la gente?
—Evito involucrarme. La gente complica la ecuación.
—¿Y ahora?
—Ahora la ecuación cambió —respondió, mirándola directamente…