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Capítulo 7: Un Palacio con Paredes Frías

Sofía sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario, hasta que ambos desviaron la vista al oír el timbre.

—¿Esperas a alguien?

—No.

Ethan se levantó con rapidez medida. Abandonó el comedor y Sofía escuchó sus pasos firmes cruzar el recibidor. Un murmullo bajo, luego una pausa… y luego una voz más alta. Masculina. Con una familiaridad que no cuadraba con el ambiente contenido de la casa.

—¡Vamos, Blake! ¿No vas a invitarme a conocer a tu flamante esposa?

Sofía se levantó también, caminando hacia el recibidor. Al llegar, se encontró con un hombre de unos treinta y tantos, bronceado, con una sonrisa afilada y un aire de arrogancia encantadora. Vestía como alguien que jamás ha tenido que preocuparse por agradar. Llevaba una botella de whisky en una mano, y la otra ya estirada en dirección a ella.

—Tú debes ser Sofía. Soy Julian. El mejor amigo de tu nuevo esposo. Y su peor influencia.

Ethan fruncía el ceño, pero no lo detuvo.

—¿No crees que es un poco tarde para las visitas sociales? —dijo Ethan, seco.

—Es tarde, sí. Pero ¿qué mejor momento para celebrar un matrimonio que nadie vio venir?

Sofía aceptó el apretón de manos, intentando mantener la compostura. Julian la miraba con demasiado interés.

—No me mires así —dijo Julian, divertido—. Estoy tratando de descifrar si eres real. No pensé que Ethan fuera capaz de hacer algo tan humano como casarse.

—Qué halago tan peculiar —respondió ella, cruzándose de brazos.

—Es mi especialidad —guiñó un ojo y se volvió hacia Ethan—. Vamos, deja de gruñir y sirve otro vaso. Quiero brindar por lo imposible.

Ethan suspiró.

—Cinco minutos. Luego te vas.

Julian se instaló en un sofá sin pedir permiso. Sofía sintió que, en pocos minutos, la casa que parecía tan controlada se había llenado de un caos incómodo.

Pero también notó otra cosa: Ethan no estaba simplemente irritado. Estaba tenso. Vigilante. Como si Julian no fuera solo un amigo molesto, sino alguien que sabía demasiado.

Durante la breve charla que siguió, Julian lanzó indirectas que Sofía no alcanzó a descifrar del todo. Mencionó un viaje a Praga, una mujer llamada “C.” y algo sobre “no todos los contratos duran”. Ethan no lo interrumpió, pero su mandíbula se apretaba más con cada palabra.

Cuando Julian por fin se levantó para irse, se despidió de Sofía con otra sonrisa ladeada.

—Fue un placer conocerte. Y un consejo: no firmes nada sin leer entre líneas.

Cuando la puerta se cerró, Sofía se volvió hacia Ethan.

—¿Siempre es así?

—Sí. Y no —respondió él, sin dar más detalles.

—¿Te molesta que haya venido?

—Me molesta que haya venido esta noche.

—¿Por qué?

Ethan no contestó de inmediato. Caminó hacia la mesa, recogió su copa de vino, la giró entre los dedos.

—Porque hoy era tu primer día aquí. Y merecías una bienvenida sin interferencias.

Sofía no respondió. Pero esa vez, la incomodidad no vino de las palabras… sino de lo que empezaba a haber detrás de ellas.

La puerta se cerró con un chasquido que retumbó como si la casa misma protestara por haber sido invadida.

Sofía permaneció en el centro del recibidor, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, procesando lo que acababa de ocurrir. Julian. El amigo encantadoramente impertinente de Ethan. El que hablaba como si supiera demasiado y se callara lo justo para dejar todo en el aire. El que la había mirado como si ya supiera que esto —ella, el matrimonio, todo— era una mentira cuidadosamente disfrazada.

Ethan se mantuvo de pie junto a la puerta, inmóvil, como si aún estuviera decidiendo si debía ir tras él… o cerrar también otra puerta dentro de sí.

—¿Quién es “C”? —preguntó Sofía, sin preámbulos.

Él no se movió. Solo bajó la mirada por un instante.

—Alguien del pasado.

—¿Del tipo de pasado que puede arruinar un matrimonio falso?

Ethan la miró entonces, con una intensidad que no era rabia ni molestia. Era advertencia.

—Mi pasado no está en el contrato.

—¿Y Julian?

—Él tampoco. Pero a diferencia de “C”, Julian tiene la costumbre de aparecer sin permiso.

Sofía soltó un suspiro leve. No sabía si era más molesto el misterio o el hecho de que él no pareciera sentir la necesidad de explicarse. Volvió a mirar hacia las escaleras.

—Supongo que ya terminé de cenar —dijo, y se dio la vuelta sin esperar respuesta.

Subió a su ala personal, cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se dejó caer en la cama. No lloró. No se enojó. Solo sintió una mezcla densa de desconfianza, soledad y un desconcierto que no se resolvía con lógica.

Estaba legalmente casada con un hombre que podía esconder un huracán detrás de una frase.

Durmió poco y mal. Y cuando el sol apenas comenzaba a pintar de dorado los ventanales altos, ya estaba de pie.

Esa mañana no esperó que la buscaran ni que le dieran un itinerario. Se vistió con jeans oscuros, una blusa sencilla y su cabello atado en una coleta baja. Se miró en el espejo antes de salir. No parecía una esposa. No parecía una intrusa.

Parecía una mujer que había decidido averiguar en qué diablos se había metido.

Caminó por la casa en silencio. Cada rincón estaba decorado con precisión de catálogo: estanterías simétricas, arte moderno en colores neutros, muebles que parecían más contemplativos que funcionales. Había belleza, sí. Pero no alma. Como si todo en esa casa existiera para impresionar… no para habitarse.

El ala este comenzó tras una galería de cuadros abstractos. No había cámaras visibles, pero sentía que estaba siendo observada. Aún así, siguió.

La primera puerta que abrió era una sala de lectura. Oscura, acogedora, con sillones de cuero y una chimenea apagada. En las estanterías: primeras ediciones, volúmenes antiguos, libros subrayados. Ethan leía. Eso era nuevo.

La segunda puerta era un despacho. Inmaculado. Ni un papel fuera de lugar, ni una pluma sobre el escritorio. Solo orden. Orden casi obsesivo. El tipo de orden que uno necesita cuando el interior es todo lo contrario.

Pero fue la tercera puerta la que realmente la hizo detenerse.

Entornada. Silenciosa.

Sofía empujó apenas, y al otro lado encontró una habitación sin ventanas, con paredes cubiertas de pantallas apagadas, un escritorio mínimo, y una caja fuerte empotrada en la pared. Cámaras de seguridad. Vigilancia. Control.

Y en una esquina, una pequeña repisa con un solo objeto: una foto.

Era Ethan. Más joven. Más relajado. Sonriendo junto a una mujer de cabello castaño y ojos oscuros. La forma en que él la miraba… no había nada falso en esa imagen.

Detrás del marco, una inscripción casi borrada: "Caroline. 2016"

Sofía sintió un nudo en el pecho. No era celos. Era algo más incómodo: la certeza de que, aunque vivieran bajo el mismo techo, Ethan no le había dado acceso a nada real.

—Te perdí en el segundo piso —dijo la voz de Ethan detrás de ella.

Sofía se giró bruscamente. Lo encontró en la puerta, sin corbata, las mangas de la camisa arremangadas. Menos CEO, más hombre. Y por primera vez, no parecía en control.

—No estaba espiando —dijo ella—. Solo... estaba buscando conocer dónde vivo.

Él asintió despacio, sin entrar.

—Y encontraste más de lo que esperabas.

Sofía lo miró fijamente.

—¿Caroline fue tu esposa?

—No.

—¿Ex?

—Fue importante. Eso es suficiente.

Ella no apartó la vista.

—¿Y por qué escondes una foto si ya no significa nada?

Ethan se acercó, tomó la imagen con delicadeza, la contempló por un segundo. Luego la volvió a dejar… al revés.

—Algunas cosas se quedan donde no puedan hacer daño. Ni a otros, ni a uno mismo.

—Yo no quiero hacer daño, Ethan. Pero no puedo caminar sobre cristales rotos sin saber de dónde vienen.

Él respiró hondo. Luego alzó el rostro, su tono más bajo, más honesto.

—No quiero que seas tú quien se corte con mi pasado.

Sofía no respondió. No porque no tuviera palabras, sino porque algo en ella comenzaba a entender que, más allá del dinero y del contrato, estaba entrando en una vida llena de cicatrices cuidadosamente disimuladas.

Y lo peor era que ella también tenía las suyas. Solo que aún no había decidido si las iba a mostrar… O a enterrar…

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