El café de la máquina sabía a plástico recalentado y a malas decisiones, de esas que uno empieza a lamentar a las tres de la mañana. Aun así, Sofía Herrera se lo tomó. Estaba apoyada contra la pared del fondo en la sala de juntas, observando desde su rincón cómo un grupo de hombres con trajes grises discutía la mejor forma de disolver una pequeña empresa familiar sin que la prensa lo percibiera como un acto de crueldad.
—Es solo pan artesanal —dijo uno de los socios mayores, con una sonrisa sobradora—. No estamos talando el Amazonas.
Risas secas. Breves. Sofía apretó la mandíbula.
Llevaba apenas dos semanas en Blackstone Legal, pero ya sentía como si llevara años tragándose palabras. Ese día, algo dentro de ella se resquebrajó. Tal vez fue ese tono burlón, ese aire de superioridad que se repartía como café en esa sala. O tal vez fue el recuerdo de su padre, panadero toda la vida, trabajando desde la madrugada con las manos partidas, pero el orgullo intacto. O simplemente… estaba harta de quedarse callada.
—¿Y si redactamos un plan de indemnización decente? —dijo, sin alzar demasiado la voz, pero lo suficiente para que se escuchara.
Silencio. Diez cabezas se giraron al mismo tiempo. Siete de ellas fruncieron el ceño como si ella hubiera cometido una falta de respeto que era digna de ser castigada con la pena capital.
—¿Perdón? —inquirió uno de los abogados senior, visiblemente irritado.
Sofía bajó la taza. Notó un temblor leve en su voz, pero lo disimuló bien. Se animó en sus adentros y respiró profundamente.
—Solo digo que, si van a absorber la empresa, podrían hacerlo sin triturar su reputación. Hay formas de negociar sin pisotear al otro.
Otro silencio. Más denso. Más incómodo. Y entonces, desde el pasillo, junto a la puerta entreabierta, se oyó una voz que no pertenecía a ninguno de los presentes.
—Enfoque interesante.
Todos se giraron. Sofía también. Y se le secó la garganta.
Allí estaba Ethan Blake.
CEO de Blake Tech. Inversionista mayoritario en la operación. Un rostro que ella había visto más veces en portadas de revistas que en su propio espejo. En persona, imponía más. Alto, impecable, con un traje a medida que probablemente valía más que su alquiler trimestral, y una mirada firme, que no esquivaba ni pedía permiso.
—¿Su nombre? —preguntó, con la voz tan clara como su presencia.
—Sofía Herrera. Soy nueva.
—No lo parece —respondió con una media sonrisa que no alcanzó a tocar sus ojos—. Tiene más agallas que la mitad de esta sala.
Uno de los socios carraspeó, incómodo.
—Ethan, no sabíamos que ibas a asistir.
—No pensaba hacerlo. Pero algo me llamó la atención en el informe. Una nota manuscrita que decía: “legalmente correcto, pero éticamente cuestionable”. Firmada con una H. Supongo que era suya, señorita Herrera.
Sofía sintió el calor subiéndole por el cuello.
—Sí, señor.
Ethan asintió. Un gesto mínimo, casi imperceptible.
—Pueden terminar la reunión. Quiero hablar con la señorita Herrera. A solas.
Nadie protestó. Solo hubo un murmullo sordo antes de que los abogados se levantaran y salieran, uno a uno. Algunos la miraron con desdén; otros con esa mezcla de lástima y curiosidad reservada para los que se atreven a romper el protocolo.
Cuando la sala quedó vacía, Sofía respiró hondo.
—Si va a despedirme, preferiría que lo hiciera rápido —dijo con una seguridad que en esos momentos no poseía.
Ethan dejó escapar una risa breve, casi un suspiro. Se acercó con las manos en los bolsillos.
—¿Despedirla? Nada más lejos de la realidad.
La miró con una calma inquietante. Esa clase de pausa que usan los hombres que nunca dicen una palabra de más.
—Tengo una propuesta. Y no tiene nada que ver con leyes.
Sofía frunció el ceño. Le sostuvo la mirada sin disimular la desconfianza. Para ella, Ethan Blake no era distinto a los directivos con los que había tenido que lidiar —y en más de una ocasión, poner en su lugar—. Hombres bien vestidos, con discursos afilados, que veían el mundo en cifras y balances, ignorando por completo las personas detrás de cada empresa que “reestructuraban”.
A sus ojos, él era exactamente eso: un negociante elegante con una visión tan reducida y fría del mundo que rozaba la crueldad. Alguien acostumbrado a multiplicar ingresos desde la distancia, mientras gastaba en una cena lo que otros no verían ni en un año de trabajo.
Era el tipo de persona que cerraba fábricas como si fueran pestañas en un navegador, sin detenerse a pensar en el sacrificio que había detrás. Los años de desvelo, el esfuerzo acumulado en cada ladrillo de un negocio familiar, todo eso se reducía a una cifra negativa en un reporte que no cuadraba con los márgenes de rentabilidad.
—¿Qué clase de propuesta?
Ethan se inclinó apenas. Su tono fue tan preciso como cortante:
—Un contrato de matrimonio.
Y allí estaba él. Tranquilo. Con ese aire de control absoluto. Como si un contrato de matrimonio fuera apenas otra transacción más en su lista.
Pero para Sofía el matrimonio no era esto, definitivamente no lo era…