El tiempo había comenzado a desvanecer las cicatrices visibles, pero algunas heridas seguían latiendo como si el pasado todavía respirara bajo la piel.
La mansión Volkov había vuelto al silencio. Los pasillos ya no olían a pólvora ni a perfumes traicioneros, sino a cuna, leche tibia y rosas frescas. El bebé de Lilia y Nikolai dormía plácidamente en una cuna de madera clara, junto a la chimenea. La casa había cambiado: más cálida, menos suntuosa, era más como hogar.
Nikolai lo sostenía en brazos con una torpeza llena de amor. No dejaba de mirarlo como si fuera un milagro que no se atrevía a creer del todo. Lilia, sentada a su lado en el sofá, tenía la cabeza recostada sobre su hombro. Sus ojos cansados brillaban con la paz que solo nace después del dolor más profundo.
—Tiene tus ojos —susurró él, acariciando la suave frente del bebé.
—Y tu ceño fruncido. Cuando duerme parece que está planeando dominar el mundo —bromeó Lilia con una sonrisa pálida.
Ambos rieron. Habían sufrido demasiado