El patriarca de los Volkov llegó al lugar justo antes del amanecer. Un hangar oxidado. Iba en una camioneta negra, blindada, con tres de sus hombres más leales: Gavril, Petr y Sergei. Todos armados, en silencio, con el rostro cubierto por el reflejo frío del acero.
Cuando se bajaron, el aire tenía olor a sangre seca y pólvora.
—Esperen —dijo en voz baja, levantando una mano. Dio dos pasos sobre el terreno húmedo, sintiendo el crujido del metal bajo sus botas. Las puertas del hangar estaban semiabiertas, una de ellas torcida por una explosión reciente.
No era el primero en llegar.
Adentro, el rastro era claro: manchas oscuras de sangre en el suelo, cuerpos inertes, cartuchos vacíos, fragmentos de vidrio y metralla, casquillos desperdigados como migajas de guerra.
—Aquí ya pasó algo —murmuró Petr, empuñando su rifle con más fuerza.
Él no respondió. Caminaba entre los restos como un lobo viejo husmeando un territorio que ya había sido tomado. En una de las esquinas encontró un puñado de