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Lilia no recordaba la última vez que había dormido bien. Las noches en la mansión Romanov eran demasiado silenciosas. Demasiado distintas a las que compartía con Nikolai, incluso cuando la oscuridad de él parecía tragarla entera.

Ahora, lo extrañaba. No a su monstruo, sino a su hombre.

Aquel que se acostaba tarde por cerrar negocios, pero que en la madrugada la tomaba por la cintura como si temiera que desapareciera en su sueño. Aquel que la besaba la espalda con cuidado, como quien se arrodilla ante algo sagrado. Aquel que, pese a todo, aprendió a amarla como no sabía hacer ningún otro ser humano.

Y, aun así, ahí estaba ella. Sola. En una cama extraña. Escuchando los latidos del dolor.

El corazón se le oprimía con cada hora que pasaba sin noticias. No sabía dónde estaba él. Si estaba vivo. Si lo torturaban. Si recordaba su rostro. Si pensaba en su hijo.

Si aún la amaba.

La herida se abrió sola. Y sangró.

Entró en una pequeña sala de lectura. La luz del atardecer teñía las paredes con
Glenmarts

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