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—Llévame a la universidad —pidió Anya.

—No, deberías caminar—dijo, pero cuando Anya fue a abrir la puerta del copiloto, él se adelantó, cerrándola de golpe

Anya lo miró, incrédula.

—¿Qué?

—Tienes piernas. Úsalas —su sonrisa era una burla teñida de rencor—. ¿No querías quedarte con él? Pues quédate. A ver si te recoge ahora, princesa.

—¡Leonard!

Pero su hermano ya estaba subiendo al auto. Encendió el motor, le dedicó una última mirada cargada de desprecio y aceleró sin miramientos, dejando tras de sí un chirrido de neumáticos y una densa nube de polvo.

Miró su teléfono. No tenía cobertura, genial. No podía llamar a nadie. Y quedarse allí parada, en medio de la nada, esperando que su hermano tuviera un ataque de cordura y regresara por ella, era un lujo que no podía permitirse. Se subió a la piedra donde antes habían estado sentados y echó una mirada alrededor. Si tenía suerte, tal vez encontraría un coche…

Anya cerró los ojos con furia, sus puños temblaban por la impotencia. Maldito Le
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