El teléfono en la mano de Anya temblaba apenas perceptiblemente cuando finalmente marcó el número de su hermano. Alessandro la había obligado a llamar a su familia, ella no quería, pero no tuvo otra opción para no tener que escucharlo dándole un sermón.
Sus labios estaban secos, su corazón palpitaba con furia en su pecho. No podía permitirse el lujo de parecer débil. No ante Alessandro. No ante su familia.
Nikolai contestó al tercer tono.
—¿Anya?
Su voz fue un puñal de autoridad y preocupación.
—Estoy bien —dijo ella rápidamente, manteniendo la compostura—. Solo quería que lo supieras.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.
—¿Dónde estás?
Antes de que pudiera responder, Alessandro se acercó con la calma de un depredador acechando a su presa y, con un movimiento certero, le arrebató el teléfono de las manos.
—¿Sabes qué es lo divertido de esto, Volkov? —dijo Alessandro, llevándose el aparato al oído con una sonrisa ladina—. Que tu querida hermanita estuvo a punto de saltar del