Las horas se arrastraban con la lentitud de una tortura. El sol de Caracas, que antes había prometido un atisbo de esperanza, ahora se filtraba por las ventanas de la habitación de Alex, iluminando solo la quietud de su cuerpo. **Laura** no se movía de su lado. Su mano, ahora familiarizada con la frialdad inerte de la de Alex, la apretaba con una desesperación silenciosa. El sonido rítmico de los monitores se había convertido en la banda sonora de su nueva realidad: un eco constante de la vida que se aferraba a un hilo, pero que no regresaba.
El primer día se convirtió en una semana, y la semana en un mes. Cada amanecer traía consigo la misma escena: Alex, inmóvil, ajeno al mundo que lo rodeaba. Los médicos, con expresiones de sincera compasión, repetían las mismas palabras: "Debemos esperar". La **hemorragia** había sido controlada, sí, pero el **golpe** en su cabeza había sido demasiado severo. El **coma profundo** era una fortaleza inquebrantable, y la esperanza, que al principio ar