Los primeros días en casa fueron un torbellino de emociones contenidas y pequeñas victorias. La rutina era una bendición frágil que Laura construía con esmero cada mañana.
El aroma del café recién hecho, el sonido suave de la radio, los ejercicios de fisioterapia que hacían juntos en la sala, convertida ahora en un gimnasio improvisado.
Cada vez que Alex lograba mantenerse en pie un segundo más, o recordaba el nombre de un actor en una película antigua, el corazón de Laura se llenaba de un orgullo tan intenso que casi dolía.
Estaban construyendo un nuevo tipo de normalidad, pieza por pieza. Sus amigos los visitaban a menudo, pero con el cuidado de no abrumar. Carlos traía el periódico, Marta cocinaba para varios días y Helena se sentaba con Alex a hojear álbumes de fotos, ayudándole a reconectar los puntos de su vida pasada.
En esos momentos, rodeada de amor y esperanza, Laura se permitía creer que todo saldría bien. Se sentía la guardiana de esa frágil paz, la arquitecta de la segun