La cena en la mansión era tranquila, como la mayoría de las noches ahora. Jesús estaba agotado después de un día de explorar el mundo a gatas, dormía plácidamente en mis brazos. Frederick y yo estábamos en el comedor, disfrutando de un postre y de la calma que solo llega cuando la casa está en silencio.
No pude evitar sonreír, recordando el alboroto en la universidad.
—Oye, ¿sabes qué pasó hoy? —dije, jugando con el pastel de chocolate, hundiendo la cuchara repetidas veces—. Alguien, un donante anónimo —Acentué las palabras con picardía—. Pagó para que todo el viaje de la universidad se hiciera en un hotel cinco estrellas con seguridad privada. ¿No es increíble?
Frederick no alzó la vista de su plato, pero una sonrisa casi imperceptible jugueteó en sus labios.
—¿En serio? Que suerte tienen. Alguien muy generoso.
—Sí, muy generoso —repetí, observándolo—. Y curiosamente, justo después de que tú dijeras que cubrirías todos mis gastos.
Él finalmente alzó la vista, enarcando una ceja.
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