••Narra Miranda••
El mundo se había vuelto un desastre de vientos huracanados durante un tiempo que sentí interminable.
Desde la seguridad del penthouse, Julián y yo habíamos visto cómo el huracán destrozaba la ciudad, arrancando techos, derribando árboles y sumiendo todo en un silencio sepulcral una vez que terminó. Era como si el huracán se hubiera llevado la voz y las ganas de vivir de las personas.
No se escuchaban los claxon de los autos, ni a las personas pidiendo auxilio, como si el mundo se hubiera acabado y no quedara una persona sobre la tierra.
Nos asomamos por el ventanal. El panorama era desolador. Calles bloqueadas por la caída de árboles, escombros por todas partes, y a lo lejos, los barrios más humildes, que siempre llevaban la peor parte, parecían un campo de batalla. Casas destruidas, sueños reducidos a montones de madera y lodo.
Un nudo de impotencia se apretó en mi garganta. Yo conocía la miseria. Había vivido en ella, no por un desastre natural, sino por m