El auto de Frederick permanecía estacionado frente al edificio de la subasta, el motor en ralentí mientras yo clavaba mis uñas en el asiento de cuero. Travis Cood estaba allí, a menos de veinte metros de mí, fumando un cigarrillo como si no tuviera un careo pendiente con la justicia. O conmigo.
El recuerdo de aquella noche en el callejón volvió a mí con la fuerza de un tren: sus manos gruesas abriendo mi blusa, el olor a alcohol y tabaco barato, los insultos que escupía mientras su cómplice me inmovilizaba. Solo el azar y un conductor que pasaba por ahí, me había salvado de algo peor.
Y ahora estaba ahí. Sonriendo. Como si nada. Como si no hubiera intentado marcarme para siempre, dejarme un trauma tan fuerte que sería imposible de quitar.
—Señorita Darclen —el chofer de Frederick, un hombre mayor de cabello canoso se volvió hacia mí con gesto de preocupación al ver que tomaba entre mis dedos la manecilla—. El señor Lancaster dijo que no debía dejarla salir del auto.
Ignoré sus