El camino de regreso a la mansión transcurría en un silencio espeso, roto solo por el suave rugido del motor. Charlotte estaba a mi lado, en el asiento del pasajero, mirando por la ventana, pero podía sentir la tensión que emanaba de ella. Cada vez que desaceleraba o tomaba una curva, mi mirada se desviaba hacia ella, hacia el moretón violáceo que adornaba su mejilla y las marcas rojas en su cuello.
No podía evitar apretar el volante cada vez que pensaba en él maldito de Charles, ahorcándola.
Charles Can le había puesto las manos encima. Había intentado silenciarla. Eso, por sí solo, era una confesión de culpabilidad para mí. No importaba si Klifor era inocente o no; Charles tenía algo que ocultar, algo tan grande que justificaba intentar asfixiar a mi esposa.
Nos detuvimos en un semáforo en rojo. El intermitente marcaba el ritmo de mis pensamientos.
—Ya mandé a mis abogados a investigar el caso de tu padre —dije, rompiendo el silencio de golpe.
Ella se volvió hacia mí tan rápid