Estábamos en la cama, con la sábana cubriendo nuestros cuerpos desnudos. Más el mío que el de él, el cual tenía el torso al descubierto. Sus ojos me miraban con intensidad mientras yo me limitaba a jugar con el borde de la sábana, fingiendo que no le estaba prestando atención a aquellas dos perlas azules que parecían querer devorar una parte de mi ser.
Su rostro no revelaba triunfo por haberme poseído, ni con aquella furia fría que lo rodeaba hace unos minutos. Solo éramos él y yo, más nada. De un momento a otro, su mano fue a mi mejilla, acariciando la zona con su pulgar. Ya no pude ignorarlo.
—No vuelvas a hacerlo —murmuró, su voz ronca por el esfuerzo reciente. Sus ojos azules, ahora más claros, menos glaciales, se clavaron en los míos. —No vuelvas a desaparecer así. No vuelvas a meterte en agujeros oscuros con desconocidos. —Hizo una pausa, su pulgar se detuvo sobre mi pómulo—. O te encadeno a esta cama por el tobillo. Literalmente. No lo dudes.
No sonaba como una amenaza vací