La ira en sus ojos azules no había disminuido; se había transformado en algo más oscuro, más primitivo. Un fuego que no buscaba destruir, sino consumir, reclamar, borrar cualquier rastro de duda o deslealtad.
—Eres mía, Charlotte—susurró de nuevo, su aliento caliente rozando mis labios, impregnando el aire con el olor a menta y a furia contenida—. Solo mía.
Su boca descendió sobre la mía. No fue un beso normal, fue uno que me proclamaba como suya. Duro, exigente, sin espacio para la suavidad o la reciprocidad. Sus labios se movieron contra los míos con una urgencia que sabía a desesperación, a miedo transformado en posesión. Sus dientes mordieron mi labio inferior, no para lastimar, sino para marcar, para hacer sentir su dominio.
Un gemido ahogado escapó de mi garganta, una mezcla de dolor y de una respuesta traicionera que mi cuerpo no podía negarle. Un cosquilleo se adueñó de mi vientre, calentando zonas que no debía.
Me soltó el tobillo, sus manos ya no querían sujetarme, que