La visión de las cartas en la mano de Frederick me dejó sin aliento.
—¿Qué…? ¿Cómo? —Las palabras se me atoraron en la garganta.
Parpadeé varias veces, incapaz de creer lo que estaba viendo. Las había dejado tiradas en el sótano polvoriento del depósito, resignada a perderlas para siempre. Y ahora, allí estaban, arrugadas pero intactas, sostenidas por los dedos que minutos antes me habían administrado un castigo humillante pero extrañamente protector.
Un alivio fugaz me inundó, seguido inmediatamente por un frío glacial que me recorrió la espina dorsal. Frederick no sostenía esas cartas con curiosidad o con la intención de devolvérmelas. Las sostenía como se sostiene una prueba incriminatoria. Su mirada, que había suavizado su intensidad glacial después del castigo, se endureció de nuevo, convirtiéndose en dos iceberg azules clavados en mí.
—¿Por esto? —Su voz era un susurro peligroso, cargado de un veneno que conocía demasiado bien. El veneno dirigido a mi padre. Dio un paso hacia l